Esa sonrisa se contagia
Son las 6.40 de la mañana de un sábado nublado y frío en Caracas. Es agosto y el clima insiste en contradecirnos el ánimo, pero ahí estamos puntuales, esperando la salida hacia Birongo, un pueblito muy cerca de Curiepe en el estado Miranda, Venezuela, en el que el calor es todo lo pegajoso y constante que uno se pueda imaginar.
Somos poco más de treinta personas que abordamos ese autobús con la curiosidad intacta. Coincidimos allí por una iniciativa de Paseo Click y su afán de llevarnos a conocer lugares -para hacer fotografías- en los que la gente y su tradiciones, nos conquistan todos los sentidos. El propósito de hacer fotos se queda corto; entonces estamos ahí abiertos a descubrir un pedacito de Venezuela que es muy nuestro, pero al que a lo mejor no nos atreveríamos a ir solos.
“San Isidro Labrador, quita el agua y pon el sol”, es lo que se escucha cuando el motor arranca a las siete de la mañana, para ir dos horas más allá de Caracas. Las expectativas del clima no eran buenas: en Birongo también estaba lloviendo, pero alguien de allá dijo que lanzarían sal al río, a ver si el tiempo mejoraba. El cielo blanco, la neblina espesa, la lluvia con rabia. Así desandamos la carretera entre bostezos tempraneros y con el dulzor perfumado de un ponquecito de cacao y sarrapia que nos regalaron, como para ponernos en ambiente.
El cacao venezolano
La mirada inocente
Birongo es tierra de cacao y se sabe que el cacao venezolano es uno de los mejores del mundo. Birongo también es tierra de creencias, de humildad, de tambores; de mujeres y hombres con las caderas sueltas para bailar descalzos; dueños de una sonrisa amable, sincera y agradecida. Sospecho que ahí se amanece temprano y algunos lo hacen ya con una botella en la mano; mientras que otros van por ahí bailando como si flotaran, entre las calles del pueblo y sus fachadas únicas.
El cielo nos dio un respiro. Casi al llegar, la lluvia nos regaló un pedacito de azul, un coletazo de aire fresco y ahí, en medio de la carretera, nos detuvimos en Curiepe, frente al Monumento al Tambor, con el saludo caluroso de quienes caminaban por allí; con la sonrisa contagiosa de una de nuestras guías, nacida en Birongo y emocionada por mostrarnos su pueblo, para que se nos tatuara en la memoria.
Algunas curvas más allá, aún con el tiempo a favor, nos detuvimos en medio de un pedacito de bosque. Rodeados de cacao, nos recibe la sonrisa y la experiencia de Mercedes; conocedora del cacao, co-propietaria de la fábrica de chocolate la Flor de Birongo y amable, amabilísima. Allí, bajo la sombra de los árboles, nos enseña que el secreto de un buen chocolate está en el secado, la fermentación y el tostado del cacao; que la mujer del campo “anda de aquí pa’ allá y de allá pa’ acá”, que el mucílago -o pulpa del cacao- tiene una mezcla rara de sabores que todos probamos, y que en Birongo existe una total responsabilidad por la cosecha.
A un ladito del camino
Mercedes nos acompaña hasta la fábrica y va contando, entre risas, cómo fue que un suizo les enseñó a hacer lo que saben. Sabe de lo que habla, se nota que además, ama lo que hace. Mercedes no necesita poses, ni grandes pretensiones. Nos tiene en sus bolsillos cuando explica la diferencia de los colores del cacao, cuando canta y baila; cuando alza el dedo índice para asegurar, casi con severidad, que si la etiqueta dice que ese chocolate tiene manteca vegetal, “entonces no es chocolate, es una golosina”.
En la Flor de Birongo el chocolate se huele a distancia y el proceso se hace con paciencia de artesano. Aquí pruebo el bombón XXX y quien me lo vende me dice que es afrodisíaco. Tiene crema de almendra, trufa de licor, trufa de naranja, trufa achocolatada y crema de maní (Ufffff!) Hago mi compra y la dejo abandonada a resguardo en el autobús. Desde aquí caminaríamos por una bajada empinada hasta el río, donde nos esperaba un almuerzo cargado de energía: Tomasa, otra mujer amable y que provoca abrazar, preparó un sancocho cruzao’ (una sopa de carne de lagarto, pollo, maíz y verduras; todas cosechadas en el lugar), para comerlo con casabe (un pan circular hecho con harina de yuca). Había que apurarse; ya los truenos se estaban dejando escuchar en la distancia.
Caminar entre tanto verde, guiándonos por el sonido del río, en fila como en los campamentos, es una maravilla. El piso resbaloso, los nervios de la lluvia, las ganas de cruzar el río y mojarnos los pies. Entonces allí estaba, Tomasa, la sonrisa de Tomasa y su sancocho humeante a orillas de un río tranquilo y bondadoso. Cualquier sitio era bueno para comer, incluso el tronco sobre el cual nos sentamos algunos. Yo en medias, sintiendo las piedras, estaba divertidísima; pensando en dónde esconder la cámara cuando la lluvia nos cayera encima, porque no había escapatoria.
Buscando el sonido del río
Cinco minutos antes de la lluvia
Lo que sucedió después, justo después del sancocho, fue sublime. El cielo, negro y furioso, nos desató un aguacero con relámpagos y truenos como adorno. No había dónde guarecerse. Mi cámara y la de muchos, terminó en algún morral debajo de una mesa que ya estaba empapada y en vista que no había más remedio, entonces nos tocó disfrutar la lluvia, la bendición de esa agua fría cayendo sin cesar, al lado del río. No sé quién trajo unas hojas de plátano para cubrirnos, y aunque ya estábamos empapados, resultaron ser el techo perfecto, pero la verdad es que no nos importaba estar mojados. Todos muy juntos, aguantando las hojas, deseosos de tener una foto en esas condiciones. “Esto lo vamos a contar y nadie nos va a creer”, me decía Isabel, jugando como niña en medio del río.
Así, bajo la lluvia, sin prisa alguna, arropados de buenas energías; en el río se metieron algunos a hacer sonar el agua como tambores; mientras que nos explicaban un ritual al que llaman Baño de Flores, que hacen el Día de San Juan Bautista (24 de junio) y que dicen, tiene poderes curativos. En Birongo son creyentes y como todos sabemos que “de que vuelan, vuelan”; allí en medio del río elevamos peticiones, mientras nos bañaban con esas flores olorosas. Y es que parecíamos estar en medio de algún cuento. Nuestro propio cuento.
Los truenos se fueron y los relámpagos se apagaron. Quedó una llovizna para acompañarnos el resto de la tarde. Entre risas y cámara en mano, bordeamos el río para volver al pueblo y reposar el entusiasmo. El frío hacía de las suyas y por eso, al llegar, nos recibieron con sendos tragos secos de Canelita, una bebida de muy alto grado alcohólico que al beberla de un solo impulso, calienta el cuerpo entero. Yo me serví dos veces y a los tres minutos, tuve que sentarme entre mareada y sonriente; pero sin tanto frío.
Los tambores de las Estrellas de Birongo
La fuerza de las manos y los tambores
No importó la llovizna, ahí en medio del pueblo se dejaron escuchar a lo lejos el sonido de los tambores. Al asomarnos, venían subiendo las Estrellas de Birongo, con una sonrisa gigante, sonando los tambores como mejor saben hacerlo y con la mirada de los niños conquistándonos sin remedio. Con ellos fuimos hasta la iglesia, porque es así como ellos celebran en el pueblo, cantándole de cerca al Divino Niño; sonando con furia sus tambores al ritmo que mejor dicten.
No sé definir exactamente lo que hace sentir el sonido de los tambores, la mirada de los niños comprometidos con su canto, la humildad en cada una de las palabras. Allí estábamos embelezados viéndolos bailar y cantar; invitándonos a volver a su pueblo las veces que quisiéramos. De eso se trata, ¿no? De sentirlo de cerca, de entender cómo surgen y saber de dónde viene la sonrisa. En Birongo tienen ganas, allí todos huelen a chocolate, allí todos caminan al ritmo del tambor.