Una de las actitudes que mejor representan a la persona más rural que las amapolas es el consumo de recursos locales. Algo que suena muy fino y a lo que los cursis llaman "kilómetro 0", "slow food" y alguna otra zarandaja en inglés. En definitiva, es aprovechar todo lo que tienes alrededor sin tener que ir a comprar. Intercambiar espárragos por huevos, aceptar regalos de vecinos en forma de calabacines o lechugas con bichillos, coger agua de la fuente, salir a los campos a atropar ("foraging", concepto del que hablaremos pronto) plantas que no son de nadie e incluso directamente sustraer. Pero con cariño.
Mi contribución a la economía rural, el sostenimiento medioambiental y la huella del carbono es completamente egoísta. Todo está más bueno recién cogido de la huerta y cultivado con un pañuelo de nudos en la cabeza. Desde mi habitación pueblerina oigo los tractores, los motores de riego, las voces de los vecinos mientras podan o plantan, y me pregunto por qué luego en la tienda ecológica me quieren dar el palo vendiéndome unas zanahorias escuchimizadas a precio de oro.
Una de las mejores cosas que se pueden hacer en mi pueblo, en grave peligro de extinción, es ir a por leche. Sólo hay una persona que se dedique aún a las vacas y entrar en su corral es siempre una mezcla de sorpresa y morriña, porque huele igual que la casa de mis tíos cuando yo era pequeña: a animal y a boñiga fresca.
Descansan juntos patos, gallinas, perros, gatos y terneros recién paridos, y mientras te llenan la lechera puedes hacer esto:
La leche, recién ordeñada y calentita, cuesta 60 céntimos el litro. Sí, hay que hervirla en casa, sí, hay que perder un cuarto de hora de vida haciéndolo, pero no hay color. Ni sabor, claro. Porque la leche-leche de verdad no se parece en nada al líquido blanco pasteurizado uhtizado y homogeneizado que se vende por ahí. Y encima por el mismo precio te sacas una cosa mágica, las natas.
mis natas, mi tessssoro
Aunque en español a todo le llamamos nata (incluso a ese líquido infame que no necesita refrigeración y se vende en los supermercados), hay que distinguir entre nata-crema-de-leche y nata-capa-que-se-crea-al-calentar-leche.
La primera es la parte grasa de la leche cruda no homegeneizada, una emulsión de glóbulos grasos más espesa y amarillenta que la leche y que se acumula en la parte superior de ésta dejándola reposar. La segunda mal llamada nata (en inglés se entiende mejor, "milk skin") es una película de proteína lactoalbúmina que se forma al desnaturalizarse por medio del calor. No tiene nada que ver químicamente con la nata y su sabor y textura son distintas, pero, he aquí el quid de la cuestión, cuando se hierve leche cruda para esterilizarla y se deja después enfriar unas cuantas horas, ambas natas se forman en la parte superior del recipiente. Por poder, se pueden separar, pero lo más normal es recoger con un cucharón ambas a la vez junto a una pequeña cantidad de leche porque no estamos para operaciones científicas.
Así tal cual, las natas se refrigeran y se pueden comer, dando gracias al cielo, sobre pan tostado y con azúcar. O teniendo un poco de paciencia, guardarlas en un táper, congelar y cada vez que cocemos leche cruda ir rellenando con las nuevas que obtengamos. Así tranquilamente iremos atesorando lo suficiente para marcarnos un apabullante bizcocho de nata-nata de leche-leche.
Parecido al que hacía Avelina en sus buenos tiempos, sin rastro de levadura ni impulsor químico. Una receta de abuelas para un bizcocho denso, como tiene que ser para poder untarlo hasta los nudillos.
Sé que tendréis complicado conseguir las natas: incluso la entera fresca que se vende en algunos sitios privilegiados suele estar homogeneizada, con lo que no saldrá tanta capa de nata (ni de la una ni de la otra) como debiera. Lo podéis intentar, o usar la mejor nata que podáis encontrar por ahí, una misión casi imposible porque hoy en día lo que se vende como nata da ganas de llorar.
Si a pesar de todo sois osados y hacéis la receta con nata de brik, usad la que tenga mayor proporción de grasa y en el primer paso de la receta no la montéis del todo, porque seguramente al final se os convertirá en un pifostio de suero y mantequilla.
Bizcocho con nata-nata de leche-lecheDificultad, así de primeras:para gañanes de pueblo Probables complicaciones:ninguna a parte de conseguir las natas, misión similar a la de cazar un unicornio Sabor: a merienda añeja Receta de inspiración: la que recordaba de mi casa con aportaciones de auténticas abuelas y vecinas de pueblo INGREDIENTES
250 g de natas300 g de azúcar4 huevos250 g de harinamantequilla y harina para engrasar y enharinar el molde
Más fácil no puede ser. No lleva ni Royal ni ningún otro tipo de impulsor: se podría añadir si lo que queréis es un bizcocho aireado, pero para mí el de nata siempre ha sido denso.
El color final es tan amarillo por haber usado huevos caseros de gallina castellana y señorita, con huevos normales quedará más clarito. Lamentablemente no me puedo hacer responsable de cómo puede quedar utilizando nata UHT, pero en ese caso añadiría unos 100 g de mantequilla a temperatura ambiente, batida con el azúcar en el primer paso, agregando después la nata semi-montada.
PREPARACIÓN: Chimpún, son cuatro pasos. Lo primero es, además de precalentar el horno a 180 grados, untar con un poco de mantequilla y espolvorear el molde de harina, para tenerlo preparado. Yo he usado uno de plum-cake normal (quién se pone a medir las dimensiones del molde) porque para mí el bizcocho de nata es siempre alargado y sagrado.Las natas de leche se baten un rato con unas varillas hasta que cojan cierta consistencia, entonces se añade el azúcar (si sois muy golosos ponedle más, yo estoy muy frugal últimamente) y se sigue batiendo, intentando que la nata pierda grumos y se monte un poco.Se cascan y agregan los huevos uno a uno, batiendo bien después de cada adición.La masa hay que batirla mucho y bien, preferiblemente con unas varillas eléctricas. ¿Por qué? Pues almas de cántaro, porque no estamos usando impulsor alias Royal y si no conseguimos meter un poco de aire en la mezcla no va a subir ni una miaja en el horno y nos saldrá un mazacote.
Batimos, batimos, batimos.
Si gustáis se puede añadir ralladura de limón, vainilla o algún otro saborizante, aunque yo como buena integrista pueblerina lo hago sin nada. Se agrega la harina en dos veces y cernida, para que no tengamos ningún grumo de más, y cuando esté todo bien mezclado batimos un par de minutos más.
Echamos la masa en el molde y damos un par de golpes secos sobre la mesa (desde poca altura, no seáis brutos) para que quede nivelado y sin bolsas de aire. Y ya está, se mete en el horno a 180 con calor arriba y abajo durante una hora. A partir de los 50 minutos podéis pincharlo con una brocheta para ver si está hecho y actuar en consecuencia: sacarlo o dejarlo un poco más.
Listo. Dejadlo reposar a pesar de vuestra inmensa ansia y seréis recompensados. Desgutadlo untándolo hasta el fondo en la leche-leche que nos queda, o con un poco de mermelada por encima.
¡Vivan las vacas y sus boñigas!