Cuando se lanzó al aire una secuela tan inverosímil como la del clásico del 82, Blade Runner, muchos optamos por correr en círculos haciendo aspavientos y gritando cosas ininteligibles, en sentido figurado claro, lo que quiero decir es que sentimos terror, puro y sincero terror. En una Hollywood dominada por el remake, la secuela, la precuela, el reboot y no se cuantas más maneras de reinventar ideas de manera generalmente penosa, hablar de Blade Runner 2049 era para echarse las manos a la cabeza. Las noticias buenas fueron dos y al menos consiguieron suavizarnos los nervios a los más excépticos. La primera es que no iba a dirigirla Ridley Scott (viendo Alien: Covenant se confirma que esto fue sin duda una gran noticia) y la segunda, la cinta iba a estar en manos de Denis Villeneuve, maestro del medio visual que nos tiene acostumbrados a un cuidado artesanal a la hora de hablar en imágenes. El resultado consigue -como mínimo- superar las expectativas.
A diferencia de su predecesora, Blade Runner 2049 centra su discurso en el drama personal. No se nutre tanto de su magistralmente recreado universo como de los personajes -replicantes o no- que lo habitan. En Blade Runner los personajes eran un medio para la idea, una herramienta para discurrir sobre conceptos como el transhumanismo y los límites de nuestra propia creación, en 2049 ese discurso se da por superado, convirtiendo los personajes en el fin en sí mismo de la historia. Esta diferenciación en el enfoque hacen que Blade Runner 2049 se sienta una obra distinta, un producto que participa en el mismo juego que su predecesora pero cambiando las reglas a su antojo. Blade Runner 2049 triunfa allá donde otros rescates recientes de obras clásicas fallan estrepitosamente: se siente real y diferente, se sostiene por sí sola, existe no como una simple secuela si no como una obra en sí misma.
BLADE RUNNER 2049: DESEOS SENSATOS Y NECESARIOS
No apelar a la nostalgia barata es lo que más sorprende de Blade Runner 2049. No estar en continua y desesperada búsqueda de referencias hace al filme libre de explorar sus propios temas, sus propios límites, descubriéndole al espectador su propia solidez. El cuidado por la fotografía -marca Villeneuve- convierten las casi tres horas de metraje en un deleite cinematográfico, que sumado a la música de Jóhan Jóhannsson (recurrente en películas del canadiense) y Hans Zimmer consigue colocarnos en ese mundo neo-noir masíficado, oscuro y ultratecnológico.
Sabiendo que 2049 supera los retos más dificiles, fastidia que se caiga en lo más llano: Un afán explicativo redundante que consigue un resultado muy parecido a aquella nefasta voz en off de Harrison Ford en el montaje original de Blade Runner. La sutileza está poco o nada presente, generando algunas situaciones y diálogos más en sintonía con el típico blockbuster Hollywoodiense que con la potencia artística que caracteriza a la original.
En el apartado interpretativo nos convencemos de la capacidad de Ryan Gosling para gustar con poco y sorprende un Harrison Ford que ayudado del guión consigue que no pensemos en su aparición como el simple cameo de una vieja gloria. Ana de Armas, contraparte femenina de Gosling, se presenta brillante y acertada, con un personaje que sorprende y completa el retrato emocional que es 2049. El dúo Sylvia Hoeks - Jared Leto sale perdiendo especialmente por este último: Leto nos ofrece quizás un retrato demasiado previsible y arquetípico del que es su personaje.
Blade Runner 2049 no nos trae un sesudo ensayo sobre el destino del ser humano y sus capacidades ni es una película que desee vivir más allá de si misma como hizo su predecesora, no necesita ni lo uno ni lo otro. Villeneuve nos ofrece un espectáculo evocador y melancólico sobre las personas que habitan el caótico mundo de 2049 y sus relaciones, una obra finita y conclusiva que esquiva con destreza el apego nostálgico y que aunque sin ningún ánimo trascendental nos responde de una vez por todas a la dichosa pregunta.
Efectivamente, sueñan los androides con ovejas eléctricas.
Con eso y mucho más.