Blognovela
MI MAMÁ TIENE UNA TRIBU
No estaban todas las que eran, pero estaban las necesarias para empezar a compartir las sonrisas de cada día. Las penas también las compartían, pero acababan siempre transformadas en risas por quién ya las había sufrido y superado. Y entre cuatro mujeres, era difícil no encontrar una historia de superación en sus vivencias. Si algo caracterizaba a nuestra tribu era que sabíamos contagiarnos las unas a las otras con lo mejor que cada una podíamos aportar. Manuel, el mayor de todos los niños que aglutinábamos a nuestro alrededor siempre decía a sus amigos que su mamá tenía una tribu, y que por eso ellos también tenían que crear la suya propia.
Candela siempre llegaba la primera. Su condición de abuela, y tras haberse jubilado como maestra, hacía que aprovechara cada día para disfrutar de sí misma y de lo que más adoraba en su vida. Seguía manteniendo ese atractivo que siempre tuvo, pero se sabía más guapa aún por la experiencia vital que acumulaba y que la hacía sentir tan ligera de cargas. Sí, ella era guapa por confianza. Caminaba siempre tranquila de un lugar a otro, y a las demás nos daba la sensación de que incluso caminaba un par de centímetros por encima del suelo. Yo a veces me arrastraba al caminar, y pensaba que solo tendría que esperar unos cuantos años más para alcanzar ese paso que ella tenía.
Marisa no trabajaba fuera de casa. Ella era una mujer de la que la gente creía que tenía la vida resuelta desde que aquel chico rico se encaprichó de sus veintiún años. Todos se fijaban en aquel porte con el que se vestía, fruto de haber aprendido a maquillarse el alma. Y sin embargo nadie sabía lo mucho que trabajaba consigo misma a sus cuarenta años… Solo nosotras.
Yo era rebelde, inconformista, la bohemia, la ensoñadora idealista y utópica, pero también la realista que siempre estaba dispuesta a sacar los colores a los momentos que todas vivíamos. Era todo con el pensamiento y luego no era nada con mi realidad… aún. Era la única que aún no se había lanzado a la aventura de la maternidad porque creía que nunca era buen momento. Pero me gustaban aquellas mujeres, y mucho, porque eran el sueño que siempre tenía cuando cada noche me quedaba dormida.
Ese día llegué tarde, como siempre. Me había encontrado con Betina (“Compañía” para nosotras) y sus dos hijos, y les había retrasado el paso porque venía arrastrando palabras contra la realidad con la que ese día me había topado. Betina era argentina, y nos aportaba entre otras cosas su punto de fe a todo lo que no parecía tener sentido de otra manera.
Así es como nos contaron el día en el que aquel hombre llegó a nuestras vidas…
Candela llevaba un rato observándolo correr alrededor de aquella pista de atletismo junto a la que se encontraba nuestro banco. Ella siempre observaba cosas que a las demás nos pasaban desapercibidas. Dijo que corría contra algo; no huía, no corría para satisfacer el ansia de moldear un cuerpo firme como hacía tanta otra gente que veíamos. Dijo que corría con la rabia de quien está luchando contra alguien en un ring, solo que parecía que luchaba contra sí mismo. Y de repente… cayó. Y cayó de rodillas, con los brazos pegados al cuerpo y la cabeza mirando al cielo. Y mientras Candela salió corriendo, al tiempo que Marisa intentaba seguirla con aquellos tacones sobre los que siempre se elevaba por encima de las demás y con el pequeño Marcos en brazos, el hombre apoyó el resto del peso de aquel cuerpo, que era incapaz de seguir manteniendo erguido, sobre sus brazos. E inclinó la cabeza entre ellos como si quisiera que se le cayese también.
Dicen que lo encontraron llorando, incapaz de contener las lágrimas ni siquiera cuando ellas se inclinaron para ver si le estaba dando un infarto tras aquella locura de carrera. Cuando “Compañía” y yo llegamos a nuestro banco, lo encontramos bebiendo el agua que contenía el biberón de Marcos, pues era la única que ya les quedaba a esas alturas de una tarde de verano caluroso. Y en la otra mano sostenía el chocolate de la merienda de Sara, la nieta pequeña de Candela, la que no comía ni siquiera aquello por lo que otras moriríamos. Nadie decía nada. Todos pensábamos algo. Pero teníamos la prudencia necesaria de quien trata con niños todos los días y sabemos que a veces hay que esperar a que ellos empiecen a hablar para no asustarlos… Hasta yo, que no tenía hijos, lo había aprendido de estar al lado de aquellas geniales mujeres.
Así llegó él a nuestras vidas. Todas creímos que lo habíamos rescatado aquel día. Pero él tenía nuevos planes para todas. Solo el tiempo nos demostraría que era él el que estaba destinado a nosotras.
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