“Sustancial”… Jasmine menciona tres veces este adjetivo, en distintos escenarios pero siempre a propósito de la clase de persona que quiere ser tras haber tocado fondo luego del quiebre matrimonial y financiero. Esto que en principio busca la protagonista de la última película de Woody Allen es justo lo que el realizador neoyorkino ofrece en su retrato, no sólo del personaje y/o del prototipo de mujer que encarna Cate Blanchett, sino de la sociedad norteamericana y, porqué no, del actual sistema capitalista en general.
Los parlamentos constituyen una de las aristas más atractivas del trabajo de Allen con Blue Jasmine. Los diálogos de la protagonista con sus interlocutores reales e imaginarios revelan la obsesión por la felicidad que nuestra sociedad promueve a partir de tres variables: los genes, el status económico, el azar. De ahí la frecuencia con la que Ginger recuerda cuanto mejor es el ADN de su hermana afortunada (en el doble sentido del término “fortuna”), la conducta generalizada de insistir en la desgracia que supone la expulsión del Edén habitado por la elite, el reconocimiento del factor ‘suerte’ como oportunidad única que sin embargo puede fallar (les pasa a Ginger y a Augie con el dinero que ganaron en la lotería y a Jasmine cuando conoce a Dwight).
El talento de Allen en el plano discursivo aparece en dos detalles suplementarios. Por un lado, en el título de la película que, además de jugar con la presunta canción fundacional de la historia de amor entre Jasmine y Hal (“Blue moon“), alude al estado depresivo de la protagonista (recordemos que “blue” significa “triste” en sentido figurado). Por otro lado, en el hecho de que Jasmine es un seudónimo (de Jeannette): otra expresión de la relación de negación/simulación que la protagonista mantiene con su identidad y con la realidad.
Hay algo de la (injustamente) vapuleada Match point en Blue Jasmine. Para empezar, este largometraje parece contar el reverso de la historia presentada en 2006 o lo que -de nuevo- el azar (complaciente en ese caso) terminó evitándole al arribista y ascendente Chris. Por otra parte, el personaje de Blanchett comparte con aquél a cargo de Jonathan Rhys Meyers la obsesión patológica por pertenecer a la clase acomodada, única garantía de éxito y estabilidad.
Con distinta suerte, ambos personajes caminan por la cornisa de la salud mental: Chris, arrastrado por la pasión que le despierta Nola (Scarlett Johansson); Jasmine, cuando enfrenta el fantasma de la pérdida o caída irreparables y el sentimiento de culpa que eventualmente -o muy en el fondo de su consciencia- la acecha.
Sin dudas, las actuaciones constituyen el otro plato fuerte del estreno reciente. Se destacan especialmente -no sólo Cate, como apunta la crítica mundial- sino Sally Hawkins, Bobby Cannavale y, en un segundo plano, Andrew Dice Clay, Louis C.K., Max Casella, Peter Sarsgaard. En cambio, Alec Baldwin sorprende y convence menos con un Hal similar a otros personajes inescrupulosos encarnados con anterioridad.
Dicho esto, Blue Jasmine cautiva sobre todo por su cualidad sustanciosa o sustancial, es decir, por lo que curiosamente le falta a (y dice buscar) la protagonista. Quizás por esta contundencia algunos espectadores entendemos el último largometraje de Woody como un interesante aporte cinematográfico a la atención académica que sociólogos y filósofos hace tiempo le prestan -en palabras de Erich From, por ejemplo- a la disyuntiva entre tener y ser.