La Laguna Grande de Babia y su entorno privilegiado. Foto: Benjamín Recacha
Si me descuido, las crónicas veraniegas acaban convertidas en cálidos recuerdos para noches de invierno junto a la chimenea (quien la tenga). Han pasado ya dos meses de mi estancia en Babia, y el poso que deja la memoria no podría ser más dulce. No quiero dejarlo pasar. Siento la necesidad de compartir aquellos momentos inolvidables y algunas de las fotos que pretendieron, con éxito moderado, capturarlos. Estaréis de acuerdo en que las instantáneas, por meritorias que sean, tienen una carencia irreparable: son incapaces de capturar sensaciones. Y os aseguro que los paisajes babianos transmiten muchas.
A la salida de Cabrillanes, de camino a Piedrafita de Babia, sale un desvío a mano derecha, hacia Las Murias y Lago de Babia, que nos lleva hasta la Laguna Grande. El coche nos deja a escasos metros del agua, en un paraje donde uno tiene la extraña impresión de hallarse aislado del mundo, aun habiendo llegado con la misma facilidad que si nos hubiésemos desplazado a un centro comercial.
El agua, las montañas forradas de verde que la circundan y las ranas, sobre todo ellas, son las absolutas protagonistas de la escena. Dicen los lugareños que cada día, al atardecer, el lago se convierte en el escenario de un espectacular concierto en “croar” mayor. Desde luego, intérpretes hay en número suficiente para que así sea. Nosotros nos conformamos con asistir a algún tímido ensayo.
Laguna Grande. Foto: Benjamín Recacha Una de las numerosas vecinas cantantes de la laguna. Foto: Benjamín Recacha Desde la Laguna Grande uno puede asomarse a las montañas que rodean La Cueta. Foto: Benjamín RecachaOtro habitante distinguido de la zona es el cernícalo, que deleita a los excursionistas con sus acrobacias voladoras, destacando esa habilidad pasmosa para mantenerse inmóvil en el aire, al acecho del almuerzo.
Se me ocurren pocos placeres que superen la sensación de bienestar que produce comerse un bocata sentado en una roca, o en la hierba, admirando el paisaje que te rodea, compartiéndolo con quienes más quieres, sin más urgencia que la de dejarse acariciar por la brisa, bajo el azul intenso de un cielo salpicado de juguetonas nubes de algodón. Y respirar. Respirar despacio, deleitándonos con las fragancias que nos regala la naturaleza. Por suerte, este verano he disfrutado de muchos momentos así.
El macizo de las Ubiñas desde el entorno de Villasecino. Foto: Benjamín Recacha
En Babia hay montones de rincones donde dejarse envolver por la naturaleza. Los amantes de la montaña, de las largas caminatas, pueden ascender a los picos del macizo de Ubiña, en el entorno de San Emiliano y Torrebarrio; llegar hasta las fuentes donde nace el río Sil, desde La Cueta, el pueblo más alto de León; o acercarse a la sorprendente Laguna de las Verdes, desde Torre de Babia.
En el entorno de La Cueta. Foto: Benjamín Recacha En el entorno de La Cueta. Foto: Benjamín Recacha El cielo del atardecer en La Cueta. Foto: Benjamín Recacha Nuestros vecinos en La Cueta. Foto: Benjamín RecachaSi vais con niños, como es mi caso, aunque les encante saltar de roca en roca, esas excursiones deberán esperar unos añitos, pero lo bueno de Babia es que cualquier rincón es bueno para sentirse integrado en el entorno natural. Nosotros, por ejemplo, recorrimos un trecho del camino que discurre paralelo al joven Sil, entre impresionantes moles calcáreas. Parte junto a la Casa Rural La Cueta Alto Sil (que no me cansaré de recomendar), y en su recorrido es fácil observar numerosas rapaces y las familias de rebecos que habitan en los riscos. También es un buen lugar para saborear los deliciosos pudios, una pequeña baya morada que es una de las golosinas predilectas del oso pardo, el esquivo rey de esas montañas.
La ermita de Nuestra Señora de Lazao se halla enclavada en un paraje precioso. Foto: Benjamín Recacha El río Luna a su paso por Villasecino. Foto: Benjamín Recacha Ahí abajo está la ermita de Nuestra Señora de Lazao. Foto: Benjamín RecachaOtro día nos desplazamos hasta Villasecino, desde donde se puede seguir el camino que conecta con Riolago. Es un paseo cómodo, en el que pronto llegamos hasta el precioso paraje en el que se ubica la ermita de Nuestra Señora de Lazao, rodeada de prados de un verde intenso y chopos enormes. El problema es que nosotros nos equivocamos un par de veces de camino, por no elegir el desvío más evidente, y acabamos dando un rodeo “interesante”. La verdad es que sí, acabó siendo más divertido porque tuvimos que ascender una pequeña colina, desde donde divisamos la ermita, y bajar campo a través, atravesando prados y sus rudimentarias vallas de madera y alambre.
Mi hijo Albert tiene la curiosa costumbre de quejarse de lo cansado que está en cuanto nos ponemos a andar por caminos anchos y lisos. Ahora bien, en cuanto aparecen cuestas jalonadas de rocas a las que encaramarse o sendas estrechas que se internan en la oscuridad del bosque, súbitamente recupera la energía y se pone a la cabeza de la expedición. Es un aventurero.
En verdad lo comprendo. Los caminos fácilmente transitables suelen ser bastante aburridos.
De excursión por Somiedo
En una crónica anterior me referí al Parque Natural de Somiedo, el “famoso” vecino asturiano del Parque Natural de Babia y Luna. Es el principal santuario del oso pardo en la península y, desde luego, hacen gala de ello. Un buen ejemplo de cómo aprovechar el atractivo de la naturaleza salvaje para atraer al turismo y, por tanto, favorecer el desarrollo económico de la comarca.
Lo visitamos un día. Hace unos quince años estuvimos una semana, y aquel paisaje tan frondoso y agreste me maravilló. Recuerdo que mientras recorríamos las sendas de montaña no dejaba de mirar a las laderas con la ingenua esperanza de divisar algún oso despistado.
Hace mucho de aquella primera visita, de manera que la memoria podría traicionarme a la hora de hacer comparaciones, pero diría que esta vez había bastante más gente. Sobre todo lo aprecié en Pola de Somiedo, la capital del concejo, repleta de alojamientos turísticos y establecimientos de restauración.
Iglesia de Pola de Somiedo. Foto: Benjamín Recacha Centro de interpretación Somiedo y el Oso. Foto: Benjamín RecachaAllí se encuentra también el centro de interpretación Somiedo y el Oso, un pequeño recinto dotado de instalaciones interactivas donde conocer las costumbres del mamífero, la relación que los habitantes de la zona mantienen con él (afortunadamente, mucho más constructiva que décadas atrás) y los otros animales característicos del parque, como el lobo ibérico.
Es una gran noticia que en ese paraíso natural que es Somiedo se haya llegado a la conclusión de que la convivencia pacífica con la fauna salvaje es, sobre todo, beneficiosa para sus pobladores humanos. La gente va a Somiedo atraída por la belleza del paisaje, pero, sobre todo, porque sabe que los bosques que forran sus montañas los habitan osos y lobos. La biodiversidad es un patrimonio tan valioso como el más espléndido de los patrimonios culturales.
Ese día de incursión asturiana no tuvimos la suerte de cruzarnos con los grandes depredadores cantábricos, pero sí disfrutamos de otros muchos animales y de parajes bellísimos.
Las Ubiñas desde la ascensión a La Farrapona. Foto: Benjamín Recacha
Accedimos a Somiedo por San Emiliano, Torrestío y, desde allí, por el puerto de la Farrapona, que en su vertiente leonesa es una pista de tierra y no pocas piedras sueltas, que parece que conduzca al fin del mundo. El entorno es espectacular, siempre con las majestuosas Ubiñas dominando las alturas.
Somiedo es uno de los escenarios donde se desarrolla ‘Con la vida cuestas’. Foto: Benjamín Recacha
Lo más curioso es que al llegar arriba nos encontramos de nuevo en la civilización. Un aparcamiento perfectamente asfaltado, con movimiento continuado de coches que llegan y se van, en la vertiente asturiana, por una reluciente carretera.
Lago de la Cueva, el primero de los Lagos de Saliencia. Foto: Benjamín Recacha
El aparcamiento es el punto de inicio de la excursión que nos lleva a los lagos de Saliencia. Se trata de un conjunto de cuatro lagunas de origen glaciar, rodeadas de montañas impresionantes. Si hay ganas y tiempo, se pueden visitar las cuatro. Nosotros nos conformamos con llegar a la primera, el lago de la Cueva. Un paseo de apenas veinte minutos durante el cual avistamos una familia de rebecos que descansaba y se alimentaba tranquilamente en un risco. A través de los prismáticos los pudimos disfrutar con todo detalle. También del vuelo de las numerosas rapaces que surcan aquel cielo precioso.
Lago de la Cueva. Foto: Benjamín Recacha Parque Natural de Somiedo. Foto: Benjamín Recacha El Parque Natural de Somiedo es una preciosidad. Foto: Benjamín RecachaLlegados al lago repetimos la operación de degustar el mejor manjar que uno puede disfrutar rodeado de naturaleza: un bocata. Acompañados de la belleza de las aguas en las que nadaban los patos salvajes; las montañas forradas de verde; el silencio interrumpido sólo por los cencerros de las vacas, el zumbido de los insectos, el graznido de las chovas y el viento acariciando las hojas de los árboles; y unas ranitas diminutas que se ocultaban en las piedras junto a la orilla.
Regresamos a Babia a través del puerto de Somiedo, dejando atrás el verde frondoso y húmedo asturiano. Resulta curioso cómo las mismas montañas en la vertiente leonesa parecen de otro mundo. Los bosques dejan paso a la vegetación baja, alfombras de verde salpicadas por los incontables colores de millones de flores que saludan a ese cielo de un azul al que deberían etiquetar con denominación de origen. El azul del día, y ese negro atravesado por infinitos puntos de luz que iluminan las noches babianas.
Qué ganas de volver.