Hay que ahorrar. Nos han convencido de que no hace tanto gastamos más de lo que teníamos y ahora toca penitencia. La Cuaresma lo ejemplifica muy bien: para purificarnos, tiempo de ayuno y austeridad mientras vagamos por este desierto crediticio y de ideas, con el pecado, la conversión como telón de fondo de este bodevil y el perdón como final feliz. Un perdón que ha de venir de especuladores y agencias de inversión que mueven capitales de aquí para allá en busca del mejor postor, del menos endeudado. La conclusión, machacada hasta la saciedad, es que hay que acabar con el déficit porque aparta a los capitales que han de inyectar dinero y éstos se asustan y atacan, ya conocemos su saña, a los díscolos que se desvían del objetivo, su objetivo. Cuando estás en paro o te han congelado el sueldo o la pensión, se entiende muy fácilmente.
Toca hacer nuevos agujeros en el cinturón para que apriete más. El etéreo estado del bienestar, una buena tentativa frustrada antes de su desarrollo para acercarnos a la Europa del norte, centra alguna algarada. Es un tema perfecto sobre el que hablar y hablar sin decir nada, especialmente indicado en campañas electorales. Pero lo que está en juego no es ese concepto tan maleable y subjetivo, sino algo más profundo, cuyos cimientos enraizan en el terreno de la justicia social. Está en juego el maestro y el médico, el enfermero, el auxiliar, hasta el camillero. Gracias a ellos somos más persona y menos mercado. Si ellos faltan, si se van a otro país o se ponen detrás de un mostrador a vender bocadillos prêt à porter en vez de hacer lo que saben y para lo que están preparados, el déficit económico salta al terreno social, contagiando de pobreza a todos. Y este déficit es una bomba de relojería lista para estallar más allá de los cuatro años de una legislatura.