En la entrada anterior os prometí que os contaría la historia de un regalo ridículo y un episodio sórdido de mi vida profesional. Voy.
Mi socio Tomás y yo teníamos un buen amigo (viejo y querido compañero de la escuela, pero que no ejercía como arquitecto) al que apreciábamos mucho. Nos constaba sobradamente que él a nosotros también.
Una vez este amigo estuvo en condiciones de intermediar para que alguien nos encargara un proyecto muy bueno y muy jugoso. Y lo hizo. Parecía uno de tantos cuentos de la lechera en los que te prometen el oro y el moro, te haces más ilusiones de la cuenta y al final todo se va a la porra y se queda en nada. ¿Os suena? Pero esta vez la cosa salió bien. Nos encargaron el proyecto, lo hicimos y lo cobramos.
Estábamos a primeros de diciembre, y aunque no éramos de ese tipo de amigos que se hacen regalos de Navidad, esta vez la ocasión venía a huevo. Teníamos que regalarle algo a nuestro amigo. ¿Pero qué?
Como podéis suponer, dimos vueltas y vueltas a todo tipo de ideas, y también, como os podréis imaginar, acabamos decidiéndonos por la más tonta.
La mujer de Tomás era muy buena restaurando muebles y creando objetos muy interesantes de decoración. Conocía un montón de tiendas de antigüedades, almoneda y similares. Entre las docenas de opciones que barajamos se nos ocurrió ir a uno de estos sitios que ella nos recomendó. No sabíamos si íbamos buscando una mesita de noche, una lámpara o un espejo.
Una vez allí, miroteando y miroteando, a los dos nos sedujo una especie de cazuela cerámica con tapa. Era una preciosidad: La pieza inferior era monocroma, de un color marrón muy oscuro y una textura muy rugosa. La superior, sobre ese mismo marrón de fondo, tenía trazos esmaltados brillantes preciosos formando dibujos geométricos. Eran como esos verdes y azules metálicos de algunas moscas y le daban a la bastez marrón un toque elegantísimo y bellísimo.
Tomás me preguntó: "¿La compramos y la llenamos de bombones?" Y la idea me encantó. Qué bombonera más extraordinaria.
Dicho y hecho. La compramos (no era barata) y nos fuimos a una de las mejores chocolaterías de Madrid a comprar bombones. Nos felicitamos por el magnífico regalo que le íbamos a hacer a nuestro amigo.
Una vez en el estudio miramos y remiramos la bombonera, acariciábamos su textura áspera y nos gustaba mucho, pero... Pero era tal vez demasiado tosca, mate... Quizá algo deslucida. O sería que con la luz del estudio, más intensa y nítida que la de la tienda, se le veían más defectos.
Se la dimos a examinar a la mujer de Tomás y ella dijo: "Esto con betún de Judea queda precioso". Así que dicho y hecho. Lo compramos y lo extendimos con una muñequilla frotando una y otra vez, paciente y concienzudamente.
Ahora sí. Ahora sí que había quedado de lujo. Preciosísima. Sin llegar a ser brillante (uy, no, qué chabacano) sí que había adquirido un aspecto bruñido, lustroso, delectable, exquisito.
Era una preciosidad, pero ahora había otro problema: El betún de Judea había llenado la bombonera de un fuerte olor a barniz o a linimento, no desagradable en sí mismo, pero demasiado intenso, y por supuesto incompatible con los bombones.
Las personas inteligentes (e incluso los arquitectos) se caracterizan por saber adaptar sus proyectos y pretensiones a las circunstancias de cada momento, cambiando de plan si hace falta. Nosotros no: Habíamos dicho que bombonera y tenía que ser bombonera. La podríamos haber regalado vacía sin más, o llena de otras cosas. Pues no: Tenían que ser bombones.
La tuvimos varios días en el alféizar entre la ventana y la contraventana para que se orease con el aire frío de la calle, pero no fue posible. El olor bajó algo de intensidad, pero ahí seguía. Se acercaba la fecha y no teníamos tiempo para que el olor disminuyera más, así que sacamos los bombones de la caja de cartulina de la chocolatería y los pusimos en el interior del precioso y oloroso cacharro cerámico.
Tomás, que siempre ha sido un echao p'alante y un tragón, tomó un bombón y dijo eufórico: "Buedídimo". Y yo, más timorato pero igual de comilón, tomé otro y le di la razón: "Mu dico. Y el bedún ni de nota".
Atamos la tapa con un lazo de seda para que no se abriera.
Cuando le regalamos la bombonera a nuestro amigo, la miró y no hizo demasiado aprecio.
Tomás y yo nos quedamos preguntándonos qué harían su mujer y él con los bombones. ¿Sería tremendo el olor y los tirarían a la basura? Y ya de paso ¿tirarían la bombonera?
No; eso sí que no. De los bombones tal vez se deshicieran, pero seguro que el recipiente decoraría su casa durante muchos años.
Pasaron las semanas y notábamos algo raro cada vez que veíamos a nuestro amigo. Pensábamos de todo: Que alguien se había puesto malo con los bombones abetunados, que su mujer se había enfadado con nosotros... Qué sé yo.
Hasta que una tarde se presentó en nuestro estudio y nos lo dijo claramente:
-Vamos al grano. Yo esperaba algo de vosotros, pero veo que sois muy torpes y que os lo tengo que decir todo. Escuchad: Estoy en disposición de conseguiros más encargos, y quiero un veinte por ciento de vuestros honorarios.
Nos quedamos de piedra. Un sofocón caliente me recorrió la cara. Sentí muchas cosas a la vez, pero sobre todo vergüenza. No vergüenza ajena, no. Propia. Me vi como un gilipollas eligiendo con Tomás la bombonera, frotándola con el maldito betún, comprando los bombones... Me vi con una estúpida inocencia feliz y desprotegida. Me vi con la guardia baja, desamparado, imbécil en un mundo tan sencillo, idiota, bobo como un niño pequeño mientras los adultos luchan de verdad por la vida de mierda que han urdido. Me vi tan ridículo, tan estúpidamente preocupado por el olor de los bombones...
La solución que nos proponía nuestro amigo era muy sencilla: Llenar la bombonera con billetes de mil pesetas arreguñados. Problema resuelto: Como le dijo el emperador Vespasiano a su hijo Tito, el dinero no huele. Bendito invento el del dinero, que todo lo purifica.
Los tres éramos muy amigos, pero entre Tomás y él había habido siempre un vínculo especial. Miré a mi socio y vi que tenía las mandíbulas apretadas y la cara desencajada. Solo atinó a decirle:
-Nunca podría haber esperado esto de ti.
Él le contestó:
-No dramatices, Tomás. Lo que pido es justo. Yo os consigo algunos buenos encargos y quiero mi parte por ello. Me la merezco.
Tomás no le contestaba. Yo, siempre cobarde, intenté contemporizar:
-¿Sobre los honorarios totales o sobre nuestro beneficio neto?
-Sobre el bruto total.
-Y por supuesto en negro, ¿no?
-Claro. En billetes.
-Pero... Pero eso no puede ser. Ten en cuenta que lo que nos queda neto es solo... Y encima sin podernos desgravar... No puede ser. Nos quedamos a dos velas.
-Sabéis que no. Bueno. Veo que os habéis sorprendido. No deberíais. Me voy. Os dejo que lo penséis. Ya veréis que lo que os propongo es justo. Y es lícito. Todos salimos ganando y no hay nada turbio ni raro. Y si no queréis pues no pasa nada. Hay más arquitectos.
Se levantó y se fue. Desde la puerta nos dijo: "Ya me diréis", y la cerró por fuera suave y educadamente.
Ya solos, Tomás me miró. Tenía los ojos rojos. Estaba a punto de llorar. Dijo:
-Ni una peseta a ese hijo de puta.
-Por supuesto -le apoyé.
En seguida nos pusimos a recordar anécdotas antiguas, principalmente favores que le habíamos hecho, pero también buenos episodios que habíamos compartido.
Después, y solo como tanteo, hicimos un simulacro de cuánto nos quedaría si en un proyecto similar al que acabábamos de cobrar le diéramos un veinte por ciento. El resultado era terrible.
Nada, nada. Imposible. No se hable más.
En un momento dado yo me puse solemne:
-Con esto Fulano ha valorado nuestra amistad y le ha puesto precio.
-¿Qué?
-Que de alguna manera eso simplifica las cosas. Las aclara. Ya sabemos a qué atenernos.
-Con semejante cabrón. ¿No estarás dispuesto?
-¡No, no! ¡Vamos, ni por asomo!
Seguimos hablando a ratos y callando casi todo el tiempo, sin movernos de la sala de juntas del estudio, sin ganas de ponernos a trabajar ni de nada.
Pasaron las horas y de vez en cuando recordábamos algo gracioso o nos volvíamos a indignar.
Al final nos levantamos para irnos a casa. Estábamos baldados, como si nos hubieran dado una gran paliza. Y seguíamos muy tristes. Nos despedimos hasta el día siguiente y Tomás me dijo:
-Mañana le llamo y le digo que un cinco.