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Durante la Segunda Guerra, Fleming se desempeñó como mano derecha del director de Inteligencia Naval británica, bajo el nombre clave 17F. Por su seguridad, llevaba una lapicera con una carga de gas lacrimógeno que se accionaba apretando un botón. En territorio enemigo, tuvo ocasión de utilizarla con algo más letal: cianuro. Aunque el de 17F fue, sobre todo, trabajo de escritorio, como autor supo combinar ese conocimiento de primera mano con las intensas fantasías que pudo haberle provocado la idea de “convertirse en un hombre de acción”, fantasías que compartía buena parte del público masculino de Occidente.
Lamentablemente, no llegó a ver el fenómeno en todo su esplendor. Falleció poco antes del estreno de Dedos de oro, tercera entrega de la más extensa y redituable saga cinematográfica de la historia. Hoy, tras 50 años con altas y bajas, parece difícil creer que a Bond le haya sido difícil llegar a la pantalla grande, pero casi una década separa la publicación de la primera novela, Casino Royale (1953), del lanzamiento del filme El Satánico Doctor No (1962). Tras varios intentos fallidos que involucraron, entre otros, a Alexander Korda (el productor más importante de la historia del cine inglés), Alfred Hitchcock y Richard Burton, el que vio el filón fue Albert Broccoli, fundador junto a Harry Saltzman de EON Producers, la gran responsable de la imagen del espía.
Dada la popularidad de las novelas, la elección del actor fue complicada. Se barajaron varios nombres (Cary Grant, James Mason, David Niven y, otra vez, Richard Burton), pero finalmente pareció mejor buscar un desconocido. El Daily Express lanzó una campaña para encontrar al Bond ideal, a la que contestaron 1.100 interesados. “Saltzman cree haber encontrado una verdadera bomba, un actor shakespeareano de 30 años, campeón de boxeo, veterano de la marina, etcétera, etcétera, incluso, dice él, inteligente”, escribe Fleming en una carta de la época. El candidato no era otro que Sean Connery, y si bien estaba lejos de la idea que el autor tenía del personaje, terminó adueñándose de Bond. Ciertamente, le aportó al espía un toque menos refinado, más atorrante, humorístico y decididamente menos político. A tal punto terminó de definirlo, que en una de las últimas novelas, ya amigado con la idea, Fleming le da al personaje antepasados escoceses, en un claro guiño a los orígenes del actor.
Entre 1962 y 1967 Connery habría de protagonizar cinco películas. Las dos primeras, El satánico Dr. No y De Rusia con amor, resultan mucho más acotadas al género tradicional de suspenso y menos dadas a la exageración y lo inverosímil que sus sucesoras, pero ya se distinguen en ella varios componentes fundamentales: la sonrisa afable de Connery, los villanos, el rol fundamental de las chicas Bond, la canción emblema y sobre todo la construcción de las escenas de acción, en las que indefectiblemente corre peligro la vida del protagonista.
Dedos de oro, sin embargo, llevó las cosas un poco más allá, con muchas más escenas de “superproducción”, la consiguiente multiplicación de los artilugios e inventos, más humor y doble sentido, un ritmo acelerado y sobre todo situaciones al límite de lo verosímil. La buena racha siguió con Operación trueno, pero decayó con el quinto largo, Sólo se vive dos veces (1967), tras el cual Connery, cansado del personaje, decidió abandonar la serie.
No era el único en sentir el desgaste. En 1955, Fleming había vendido los derechos de la primera novela a dos productores, que a su vez los negociaron con Charles Feldman. Esto habilitaba a Feldman a realizar una Bond por fuera de EON, pero en vez de retomar el estilo de las anteriores, su decisión fue convertir Casino Royale (1967) en una comedia satírica con Peter Sellers, David Niven, Orson Welles en el papel del villano y un elenco que incluía, entre otros, a Woody Allen, Deborah Kerr, William Holden, Charles Boyer, John Huston, George Raft y Jean-Paul Belmondo. Lamentablemente, la película, en la que metieron mano 6 directores distintos y 9 guionistas, es tan mala como las sátiras apresuradas que se producen hoy.
Por su parte, el relevo que la EON encontró para la Bond “seria”, el australiano George Lazenby, resultó intrascendente. Hizo una única película, Al servicio secreto de su Majestad, tras la cual los productores habrían de pagar a Connery una de las cifras más altas de su época con tal de que regresara a hacer “su última película 007”, Los diamantes son eternos.
Fue en la pantalla chica donde los productores habrían de encontrar al siguiente actor digno del espía: Roger Moore, protagonista de la serie El santo. De 1973 a 1985, este inglés flemático encabezó siete películas que llevaron a 007 más allá del límite del verosímil, entre las cuales tal vez las más memorables, por distintos motivos, sean La espía que me amó (1977; no sólo una de las mejores sino la que tiene la mejor canción original, “Nobody Does It Better”, de Carly Simon) y la extravagante Moonraker (1979, que impulsada por el éxito de Viaje a las estrellas mandó a Bond al espacio).
…en 1983, en el que se estrenan no una sino dos películas de 007: Octopussy, de la EON, con Moore, y Nunca digas nunca jamás, de otro productor, con Connery. Previsiblemente, el asunto se vendió como el gran duelo que habría de definir cuál de los dos era “el mejor Bond”, pero a decir verdad las dos fueron parejamente irregulares. En 1985, ya con 57 años de edad, Moore protagoniza Panorama para matar, y es obvio que hace falta un relevo. Otra vez, las miradas recaen sobre un actor de la tele, Pierce Brosnan, la estrella de Remington Steele, que justo, justo está a punto de ser cancelada. Por desgracia para Brosnan, los rumores acerca de su posible contratación como 007 hacen que suba el rating, y la cadena lo obliga a seguir, por lo que llegar al papel le llevaría diez años más. Fue el turno entonces de un actor mucho más serio que sus predecesores, Timothy Dalton, apadrinado ni más ni menos que por Peter O’Toole. En efecto, su Bond fue mucho más cercano al de Fleming y distinto de todos los que hasta entonces se habían visto en la pantalla: más oscuro, más sofisticado y, en la medida de lo posible, más realista. A fin de cuentas, los 70 no se habían terminado en vano, y para cuando se realizaron Alta tensión (1987) y Con licencia para matar (1989) también comenzaba a caerse a pedazos la fiesta de los 80.
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El espía volvería al ruedo en 1995, ya en la piel de Brosnan. Aunque muchos suponían que el viejo 007 no lograría adaptarse al nuevo mundo tras la caída del Muro, GoldenEye, El mañana nunca muere, El mundo no es suficiente y Otro día para morir lograron revitalizar la serie con éxito, pero llevándola al final de sus posibilidades, con particular atención a lo políticamente correcto.
En tal sentido, el actual Bond, Daniel Craig, supone un regreso al proyecto de Dalton: construir un 007 serio, sofisticado y duro.
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HUGO SALAS
“El espía refinado”
(ñ, 08.11.12)