¿Qué somos? Quizá no seamos más que el polvo que se lleva el viento. Triste final de nuestro insignificante paso por la vida. Vida anónima. Llena de pretensiones falsas e inútiles. Vida donde el silencio atrapa la soledad de nuestros corazones y nos precipita sobre la mentira. Ese largo e inabarcable telón de fondo que todo lo cubre y preside en nuestro devenir existencial. Ahí es donde la sentencia que representa la muerte se manifiesta por encima incluso del amor. Qué es una vida sin amor y sin la ilusión que nos cambia lo más profundo de nuestro ser y nos arrastra irremediablemente hacia esa felicidad efímera, pero felicidad al fin y al cabo. Borrachos, dirigida por Irina Kouberskaya, es una nueva manifestación de esa necesidad de amor y de decir la verdad que todos tenemos, aunque sea bajo la gran mentira que cobija al mundo. Esa es, quizá, nuestra mayor batalla terrenal: la de vencer a la gran mentira que nos acoge y ampara, y de ese modo, poder liberarnos de las insulsas ataduras que nos permitan llegar a ser libres. Libres de verdad. Lejos del mandato de la opulencia y la vacuidad que nos preside y gobierna. Nadie quiere cambiar, pero tampoco nadie quiere dejar de sufrir, parece decirnos el texto de Iván Viripaev, dramaturgo ruso exiliado en Polonia, pues en esta ocasión el teatro Tribueñe ha decidido poner en pie la obra de un autor vivo y contemporáneo. Un autor que busca en las entrañas de la vida mezclando la tragicomedia con la que llegar areírse de uno mismo, y el esperpento, como fórmula de escape y huida del día a día. Un día a día teñido de mierda, como nos expresan los quince actores de esta obra coral que de nuevo nos muestra las grandes dotes de dirección de Irina, pues sus actores bailan, se mueven y dibujan unas siluetas que se asemejan mucho a una partitura musical. Melodías con sus altos y bajos que nos llevan del espanto a la risa, y a esa sensación de incertidumbre que nos da tanto miedo. Miedo a vivir, sin más.
Borrachos se divide en escenas independientes que, sin embargo, se nutren unas a otras. Escenas que representan el amor, la mentira, el silencio o el llanto. Todas ellas tuteladas por la necesidad de salir de esa anestesia general que nos mantiene adormecidos como sociedad. Una sociedad que también necesita de ese Dios para las grandes y pequeñas cosas. Ese Dios que no vemos por muy cerca que lo sintamos. Ese Dios perpetuo que nos vigila y rige nuestras vidas sin llegar a saber por qué. De esa necesidad de salvar a nuestra propia alma surge este aullido perdido en la inmensidad de la oscuridad de la noche. Como dice el refrán: «los borrachos y los niños son los únicos que dicen la verdad», y en Borrachos, asistimos a esas toneladas de verdad que, sin embargo, se nos escapan de las manos nada más mencionarla.
Irina Kouberskaya vuelve a dar en el clavo en la elección de esta obra de teatro que tan bien representa el alma humana en la actualidad, y no solo eso, porque nos vuelve a demostrar el gran estado de forma en su capacidad a la hora de visualizar los textos que selecciona, porque en Borrachos nos vuelve a dejar ese poso de gran directora teatral que es, transformando lo poco en mucho, y lo sencillo en magistral, para de esa forma, atrapar a todas aquellas almas sensibles que presencien este espectáculo coral y único de una compañía de repertorio extraordinaria que, en su vigésimo aniversario, nos demuestra su capacidad de sobreponerse al paso del tiempo. En este sentido, hay que hacer mención a los actores y actrices que conforman la compañía y, en concreto al elenco de Borrachos, con un David García que nos vuelve a atrapar por la gran capacidad de sus gestos, su intensa mirada y esa forma tan nítida de interpretar sobre el escenario. Su Mark, sin duda, siempre estará en nuestro recuerdo. Del mismo modo, que hay que resaltar a esa vagabunda que todo lo ve y lo oye desde el silencio; una vagabunda interpretada por Inma Barrionuevo que, cada vez más, alcanza una madurez sobre las tablas digna de mención y elogio, pues su figura en esta obra es como la luna que brilla en la noche y ejerce de espectadora silenciosa del gran drama del mundo. Una interpretación que borda a través de sus gestos de asombro, gozo o lucidez ante lo que va viendo y escuchando. El resto del elenco está a gran altura, como en las obras que han ido interpretando a lo largo de los años sobre las tablas del Teatro Tribueñe. Sin desmerecer a ninguno de ellos, hay que destacar a José Manuel Ramos en su Rudolph, que navega por la mentira y el absurdo, y al que da respuesta un estupendo Enrique Sánchez como Gustav, o a Badia Albayati con su enérgica y arrebatadora Rosa.
Como nos dice Mark al inicio de Borrachos: «Hemos perdido la belleza… ya no hay hambre por la verdad», y esa es quizá la mayor sentencia de muerte de una sociedad que se auto-condena a su desaparición. Una sociedad que permanece en silencio ante el conocimiento estrepitoso de la verdad. Sin duda, y gracias a esta obra de teatro, podemos asistir a ese grito desesperado que busca la salida a esa mierda que nos impregna y nos diluye como seres humanos. Unas mujeres y unos hombres que, en una noche de borrachera, son conscientes de la necesidad de amar y decir la verdad, aunque lo hagan bajo el paraguas de la gran mentira que cobija al mundo.
Ángel Silvelo Gabriel.