Revista Cine
El hombre siempre ha querido conocer sus límites físicos. Desde el comienzo se puso a prueba y quiso saber quién corría o nadaba más lejos, o más rápido, o más tiempo, quién lanzaba un objeto más lejos, qué región o equipo tenía a los mejores luchadores, quién daba el salto más largo o más alto. Con el paso del tiempo, esa habilidad de salto en altura se iría perfeccionando y con el rescate de los juegos olímpicos que detenían las mil y una guerras en el tiempo en que los griegos adoraban a Zeús y el asomar las narices del siglo XX comenzó a reglarse -es de justicia anotar que el libro Gymnastik für die Jugend, publicado por GutsMuths en 1793, es el primero en el que se menciona la práctica de un salto por encima de una cuerda tendida-. Después de desechar la modalidad del salto de altura sin impulso -especialidad que también se practicaba en el salto de longitud-, que medía la fuerza del tren inferior pero no batía las marcas de los saltos con carrera, los deportistas fueron consiguiendo marcas cada vez más y más elevadas.
Así, del muro de 1 metro y 575 centímetros que sobrepasó Adam Wilson en 1812 -la primera marca registrada en la historia- se pasó al 1,81 m de Emery Clark en los JJ. OO. de Athínas-96 -cuentan las crónicas que un año antes, en 1895, un tal Sweeny, se quedó a sólo 3 centímetros de los 2 metros-. Pronto se pasaría del salto a tijera -franquear la marca con el busto casi vertical tras una corta carrera, pasando una pierna y luego la otra, en un movimiento llamado propiamente de tijera-, que permitía una caída más o menos segura del atleta, de pie o sentado, en el foso de arena, al rodillo occidental -también conocido como costal o californiano; el atleta rodaba lateralmente sobre el listón- que permitiría a George Horine convertirse en 1912 en el primer hombre en sobrepasar los 2 metros, para posteriormente depurarse el estilo en el llamado rodillo ventral -tras atacar el listón de frente, se colocaba el cuerpo paralelo al mismo para sortearlo mediante un movimiento envolvente-, que popularizó Lester Steers en la década de 1940 y tan buenos resultados daría a los saltadores de la CCCP más de dos décadas después, con el elegante Valeriy Brumel a la cabeza.
Así estaban las cosas cuando en las olimpíadas de México-68, apareció un joven de 21 años de Portland, Oregon, desgarbado (83 kilogramos de peso en una talla de 1,95), de nombre Richard Douglas Fosbury, que utilizaba una revolucionaria técnica: corría en dirección transversal hacia la colchoneta -ya no había un montículo de arena al otro lado de la gloria-, siguiendo una trayectoria curva, para, una vez ante él, saltar de espaldas al mismo y con el brazo más próximo extendido. Una ocurrencia que, aunque había sido fotografiada en sus entrenamientos del año anterior, pilló por sorpresa a los jueces de la competición, que dudaban si habían de considerarlo nulo y descalificarlo o no, y a los comentaristas deportivos y aficionados, que se lo tomaron como una broma que en la fase final de la competición sería olvidada. Algo de locos, cierto, pero de esos locos que cambian la historia.
Fiel a su estilo hasta el último salto, Dick Fosbury, se convirtió en el medallista de oro con 2,23, a tan sólo 6 centímetros del récord mundial, en posesión de su compatriota Pat Matzdorf -en la final, sabiéndose ya ganador, Fosbury atacó en una ocasión los 2,29, pero no consiguió sobrepasarlos-. Cuatro años después, en los JJ.OO. de München-72 algunos saltadores aún se empecinaban en saltar a la antigua usanza, y aunque el oro colgaría del cuello de uno de esos practicantes, Yuri Tarmak, el centímetro por debajo de la marca que consiguiera Fosbury fue la confirmación de que el Fosbury flop -así se conocerá para siempre ese salto de espaldas- era la forma correcta de hacerlo. Por si había dudas, en esa misma competición, la germano-oriental Ulrike Meyfarth subió a lo más alto del podio utilizando la técnica de Fosbury en un impulso que le permitió elevarse por encima de 1,91 m. Si el ser humano quería volar por sus propios medios más alto tenía que hacerlo de con la mirada clavada en el firmamento. Hoy nadie osaría encaminarse a la vistoria en esa disciplina de otro modo.
Fosbury nunca fue recordman mundial, ni falta que le hizo para pasar a la historia: gracias a su técnica el aficionado al deporte del atletismo recuerda los vuelos prodigiosos del cubano Javier Sotomayor (recordman actual desde que en Salamanca, en 1993, saltase 2,45 m), el sueco Patrick Sjöberg o la búlgara Stefka Kostadinova (actual récord femenino con 2,09). Tal vez Dick Fosbury no tenía los medios, el cuerpo, pero sí el talento Y con su talento cambió la historia.
Algo tan simple (la biomecánica así lo confirma: al dejar menos espacio entre el centro de gravedad del saltador y el listón a superar, el cuerpo se eleva más) que parece increíble que nadie antes lo hubiese intentado. Una historia que bien podría aplicarse al momento económico aque atraviesa el llamado primer mundo -en breve, viejo, viejísimo mundo-.
Los métodos financieros, económicos, políticos, se han quedado obsoletos, anticuados. Es tiempo por tanto de arriesgarnos, de dar un giro al sistema, a los sistemas, de idear engranajes propios de un sueño de Escher, de tomar decisiones silbadas, de locos, pero revolucionarias. Sólo que para eso haría falta un Fosbury, una voz clara y capaz de transmitir un nuevo pensamiento, un nuevo orden mundial. Y ese Fosbury todavía debe andar entrenando y depurando su técnica, su dialéctica, en la soledad de su gimnasio. Claro que quizá los gimnasios y entrenadores que confíen en un chiflado de tal envergadura todavía no hayan sido construidos ni nacidos.
Los 2,24 de Dick Fosbury (México, 20 de octubre de 1968)