A ratos tengo la sensación de que no estoy solo. No hubo un naufragio. No perdí a mi valerosa tripulación. No llegué a este trozo de tierra desmayada y sola. En mi voluntad de no caer en la locura o en el deseo de no desear la muerte, prefiguro la idea de que, si no un mal sueño, uno de verdad triste o trágico, estoy ocupando un fragmento accidental de una trama invisible en la que yo soy el náufrago y el resto del mundo, sin exceptuar a criatura alguna, se afana en dar conmigo, mueve cielos y tierra por encontrarme, se afana por liberarme de mi cautiverio, procurándome los afectos de los que ahora carezco. Así, en esa maquinación de mi cabeza, como tantas otras que padezco y me hieren, paso los días en este isla.
Ningún naufragio es razonable. No los asiste la cordura. Ninguno del que después uno pueda extraer una enseñanza o siquiera un buen relato, uno admirable, del hombre considerado en sí mismo como un verdadero héroe, enfrentado por el gobierno del azar al rigor más terrible, empujado al infierno mismo, exterminada su vocación de vida, rebajado a la condición más pobre del alma, a la soledad más cerrada. En mi entusiasmo, el poco que tuve o el inventado ahora para aliviar mi penuria, imaginé también una suerte de ficción en la que cada ingrediente dramático contribuía formidablemente a que la historia fuese épica, fuese sublime, y concitara la admiración del que fortuitamente la escuchara, del lector improvisado o, bien mirado, del amigo cercano, ávido de que le cuentes todo y comprenda que has regresado del reino de los muertos como Lázaro en las Escrituras.
A ratos caigo en el desánimo absoluto, me lamento de lo funesto de mis pensamientos y lloro a salvo del pudor, aunque mis manos tapan ridículamente mi rostro y mis ojos, entre los dedos, avizoran aquí y allá, cuidando de que nadie me observe en esa flaqueza mía. Porque soy un hombre entero todavía o porque no creo haber llorado nunca al modo en que en ocasiones lo hago. Carezco de la firmeza que otros exhiben al advertir el mal cerniéndose sobre ellos. No poseo tampoco la paciencia o la confianza que alguno manejará, especulo ahora. Soy débil, soy muy débil. Busco con qué entretenerme. Manejos que distraigan el curso imbatible de las horas. Argucias que combatan el desquiciamiento al que me acerco a diario, si es que no lo albergó ya.
Tengo abandonadas todas las buenas costumbres de antaño. He comprendido que la vida en esta isla sería insoportable para el hombre que fui. He comido pescado crudo. He dormido en la orilla y me han despertado las olas. He hincado mis dientes en el cuello de un ratón y he saboreado la carne rota hasta que mi estómago dio varias arcadas y mi cabeza reventaba de pánico. He dejado de ser quien era, sí, he dispuesto ser otro, soy inamoviblemente otro. He caminado con los ojos cerrados y la boca ocupada en un rezo en el que pedía al Señor que me partiera en dos un rayo o que una sima me tragase, aunque abajo me aguardase el mismísimo infierno, qué diferencia tendría con este. Así, de esta patética manera, fui dejando que pasaran los días juntamente con sus noches. Esta victoria sobre la isla la trajiné durante años, en soledad, escribiendo en mi memoria los prodigios a los que tendría que recurrir para que la isla entera desapareciese. Ese es mi propósito. Lo que mi imaginación febril ha fabulado es la impostura más fantástica. Ninguna iguala a ésta mía en fascinación.
Pensé: no hay una isla, no hay un árbol a mi izquierda, no estoy sentado bajo su sombra. Es un árbol de humo o es un árbol de niebla. Mi conciencia no admite el árbol ni admite la isla. Todo eso, hechizado, pensé. Y mi esperanza o mi fantasía o mi instinto rubricaron con el sueño mi anhelo. Dejé la vigilia, olvidé la luz, abandoné la oscuridad de las noches, renuncié al sabor de la fruta, censuré los peajes de mi cuerpo. El árbol de niebla, a mi izquierda, el que me deparaba la solaz sombra, era un árbol solo en mi sueño. Ahí estaba a salvo de la lluvia o de la ausencia de lluvia, liberado de todas las servidumbres de las horas y de las nubes y de la tierra dura sobre la que orgullosamente se yergue.
Anoche urdí este simulacro. No intervino la inteligencia, pues poseo la justa y no sabría administrarla con éxito. Fue la belleza la que acudió con amable presteza en mi ayuda. Yo la llamé y ella vino. Fue la poesía o fue el milagro de las palabras, acunadas con mimo infinito, recitadas como un salmo, invocadas para que algún dios (ya hasta descreo de que uno solo pueda salvarme) me premiara y regalase la posibilidad de escapar de aquí, aunque mi cuerpo no abandone jamás la sombra en la que en este mismo instante yazgo. Son las palabras las que hacen que el mundo gire o se pare. O mi mundo. Ya no tengo las ideas todo lo claras que querría. Sé que si yo ahora dejase de escribir o de pensar que escribo, me quemaría el sol, me dolería la cabeza, me aturdiría dolorosamente el hambre. Si en este momento interrumpo el relato, mi corazón entero dejaría de latir, mis ojos no percibirían el cielo azul, atravesado de nubes muy blancas, que se mueven aprisa y que me ignoran. Soy como el árbol, soy de niebla. Soy Luis de Mendoza y no hay nadie más en el mundo. Está Dios arriba y yo debajo. Está el mar y está el cielo. La tierra glauca bajo mis pies y el azul infinito sobre mi cabeza.
Temo que un día mi cuerpo desista de lo que mi cabeza le ordena. Temo que se malogre este ardid magnífico. Temo que la sima del infierno que dibujé se abra a mi paso o que el rayo que pedí acabe de verdad partiéndome en dos o en treinta. Que el calor extremo de los días importune mi voluntad de escribir o de pensar, no sé. Que el frío de las noches me despierte. En este prodigio no cabe la vigilia. Y con todo, en la ensoñación en la que habito, nada me es en absoluto ajeno. Todo lo siento mío y a todo me aplico con ardor. Concibo con precisión el río y escucho a mis espaldas su fluir dulcísimo. Aprecio el rumor de su caudal y el chapoteo sencillo de los peces cuando saltan o imagino que lo hacen o que hay peces. Amo el ruido que hacen las cosas cuando caen y amo la promesa de que caigan y yo escuche ese ruido. Sé que si despierto, no habrá peces, ni estarán las bestias que temo, ni la hierba tierna en la que el agua se abandona y donde hocican esas bestias para abrevar, esas bestias que modela mi ingenio, mi aburrimiento, con las que entablo diálogos asombrosos. Como si fuesen criaturas humanas y me concedieran el inestimable privilegio de que yo converse con ellas.
Creo que todo en verdad me pertenece y que nada de lo que me circunda desafía mi mando. En mi afán por adquirir en este mundo una vida similar a la del mundo que abandoné, he consentido que los animales se reproduzcan y que el cielo riegue los campos y me moje a mí, el que sueña. Es una temeridad, me ha reprochado una especie de tigre o de pantera con la que tengo unos parlamentos extraordinariamente lúcidos e inteligentes. En cuanto la lluvia arrecie con fuerza, ha insistido, te mojarás, enfermarás, despertarás, yo me moriré, dejaré de hablarte, se acabará el mundo. Yo ya no seré tigre, tu no serás Luis. Por eso ando pensando en prohibirles la coyunda. Suprimo ese acto noble y evito que mi reino se pueble de excesivas criaturas. Soy un dios rudimentario y caprichoso, uno que declina volver a donde estaba, despertar, mirar el mar, ahí enfrente, observar el vaivén loco de las olas, escudriñar barcos que nunca llegan, cegarme con el vértigo del sol, quemarme con la fiebre de sus rayos. También soy un dios torpe y desaliñado. Un dios sin un templo. Un pobre dios abandonado que solo habla con los personajes de su locura. Que cree estar contándole a alguien el dolor que está sufriendo. Que se muere todos los días o que ya está muerto y está descubriendo poco a poco que el cielo y el infierno no existen. Que todas las almas del mundo, las antiguas y las novicias, duermen aquí conmigo, bajo el árbol de niebla, en una isla terrible al final del tiempo. Que Dios me escucha y yo le cuento.