Era evidente que aunque la fiesta de Halloween triunfara en España, su éxito no iba a dejar de ofender a ciertas personas. Cuando se acerca esta fecha, las redes sociales se llenan de cartelitos y comentarios chistosos que denuncian, en clave de solfa, la imposición de una cosa extranjera en nuestro país. A muchos de los responsables, sin embargo, no les importa estar escribiendo sus pullas con una hamburguesa del McDonald's o una pizza de franquicia en la otra mano, porque, bueno, aquí nos llevamos muy bien con nuestras contradicciones. A algunos les da igual que les demuestren con argumentos lo equivocados que están (en realidad, Halloween procede del Samhain celta, algo más nuestro que la celebración cristiana), ya que lo de rectificar no se inventó para ellos.
Los lectores de este blog saben que yo, por motivos nostálgicos y literarios, soy más partidario de celebrar la Noche de Todos los Santos que Halloween, que me motivan más la Santa Compaña y el miserere que Jack O'Lantern. Es un motivo conceptual, estético..., llámenlo como quieran. Sin embargo, jamás me leerán aducir razones nacionalistas, tribales o, en suma, identitarias. Puede sonarles extremista, pero yo creo que las tradiciones están hechas para romperlas. El caso de Halloween es la demostración palmaria. De repente, una noche que era de recogimiento y caras solemnes, en espera de visitar durante el día siguiente a los difuntos, se convierte en una fiesta en la que los niños pierden el miedo a los monstruos arrebatándoles la apariencia, y se lo pasan de muerte con sus amigos, y algunos hasta peregrinan por el vecindario en busca de chucherías y risas.
Risas frente a duelo. El respeto al pasado, por mucho que pueda pesar, no es rival ante las risas de los críos. Hoy, a lo largo del día, el whatsapp de mi teléfono móvil me ha estado mostrando fotos de niños terroríficos, felices, y he oído durante gran parte de la tarde la algarabía de los chiquillos. Nada que ofrezca una vieja tradición podrá igualar eso. Tampoco es necesario, pues ambas formas de celebración no son excluyentes, pueden convivir sin conflictos, como los disfraces y este texto. A continuación, por hacer honor a la fecha, les dejo la reseña de un libro de ciencia ficción terrorífica. No da mucho miedo, pero entretiene.
En 1973, Brian Aldiss escribió Frankenstein desencadenado, una novela que nació a la vez como homenaje y reivindicación del clásico Frankenstein o el moderno Prometeo. El escritor británico pretendía dirigir el foco sobre la obra de Mary Shelley, negándole en parte la consideración de novela gótica para situarla en el género de ciencia ficción, otorgando así a la escritora la maternidad del género. Años más tarde, en 1991, Aldiss decidió repetir la experiencia y volvió a emparejar al protagonista de aquella novela, Joe Bodenland, con el otro monstruo más famoso de la literatura universal, el conde Drácula, y este fue el resultado.
Drácula desencadenado es una novela escrita a la antigua usanza -tanto en intenciones como en número de páginas- que en ningún momento llega a tomarse en serio a sí misma. Sin falsas pretensiones, con la única intención de homenajear la mítica obra de Bram Stoker, Aldiss somete a sus protagonistas a una acción ininterrumpida en la que la ciencia ficción y el terror suman fuerzas con el único objetivo de lograr el entretenimiento del lector. Bodenland y el mismísimo Stoker han de viajar por el tiempo para combatir al sanguinario conde y a toda su hueste de vampiros sedientos de sangre, recorriendo la época victoriana, el lejano siglo XXV y el aún más lejano periodo Cretácico.
Quizá lo más atractivo de este libro se encuentre en la caracterización del escritor irlandés, que se nos muestra como un libertino entregado a los placeres más terrenales, y en la descripción de su época originaria, de la que se da una corta pero atractiva imagen. El resto de personajes, pura decoración, aceptan sin muestra de sorpresa los increibles acontecimientos y descubrimientos que se van produciendo a lo largo de la narración. El alcohólico hijo, la devota (en el sentido más terrible de la palabra) esposa de éste, la propia mujer de Stoker o el sufrido amigo bien podrían no haber aparecido: la novela no se resentiría un ápice.
Los vampiros, con su señor a la cabeza, responden a la particular versión de Aldiss sobre el mito. Sin halo sobrenatural, su origen se cuenta entre las versiones menos sofisticadas que de ellos se hayan dado. El británico explica su existencia desde el punto de vista científico, proponiendolos como parte del juego de la evolución. Auténticos monstruos, el escritor no sólo les arrebata su misterio, sino que además los convierte en unos seres estériles y sin inteligencia real. Podría asegurarse que quizás sea esta la primera vez en la que el miedo a convertirse en vampiro esté justificado.
El final, acorde con el resto de la narración, es un compendio de incongruencias temporales al uso, sin pies ni cabeza, que subrayan el carácter lúdico de la novela. La honestidad de esta obra en cuanto a objetivos no ayuda sin embargo a sumar puntos, pues son pocas las virtudes con las que cuenta. Quizás la procacidad imaginativa de Aldiss, presente en todas sus novelas. Ciencia ficción, pues, de otros tiempos. En cuanto a simpleza, que no a calidad.
La versión original de esta reseña apareció en la web Bibliópolis, crítica en la Red.