Tarantino sigue atrapado en su propio discurso de dilación de la violencia, pero gracias a los inteligentes guiones que escribe esto no representa un problema para seguir disfrutando de sus películas. El electrocardiograma narrativo de Érase una vez en Hollywood (2019) revela claramente dos picos de tensión, ambos igualmente magistrales (cada uno de resolución opuesta), pero desperdigados en dos horas y cuarenta minutos de metraje --en el que hay de todo y sin apenas dosificación-- ciertamente saben a poco. Los fans del director esperamos su aparición como el recurso estrella que mejor define su cine, porque son los que nos encandilan sin remedio; pero Tarantino se empeña de diferirlos, en improvisar situaciones que nos hacen creer que ya ha llegado pero no es así... El caso es que tanta espera y tanto metraje acaban por devaluar la experiencia de una historia que sin duda acaba atrapando al espectador con su ingenio. Érase una vez en Hollywood es un filme con el eje magnético claramente desplazado hacia el final, haciendo que el conjunto quede descompensado, deslavazado.
Para empezar, el MacGuffin que sostiene toda la historia es francamente brillante, una artimaña que desmonta todas las anticipaciones del espectador. No doy más detalles para no incurrir en delito de spoiler. En el desarrollo de la historia es cuando aparecen los síntomas de atrofia narrativa: cuarenta minutos largos para presentar a los dos protagonistas o la recreación excesivamente larga las historias secundarias que tratan de distraer el objetivo real (nunca revelado) de la trama. Sin embargo, las interpretaciones de la pareja protagonista (especialmente Pitt, componiendo un personaje complejo, más allá del típico canallita tarantinesco) o algunos flashbacks, realmente divertidos unos, demasiado autorreferenciales otros, hacen más animada la espera.
Algunos expertos dicen (y yo estoy empezando a creerlo también) que Tarantino no puede rodar un plano sin que haya también un homenaje o una referencia cinéfila de cualquier clase. En esta ocasión le ha tocado al spaguetti western, una elección acorde con el tono evocador de la película (repleta de elementos, iconos y paisajes que hacer valer la inversión del diseño de producción), en el que destacan sobre todo la ciudad de Los Angeles y el género cinematográfico que iluminó la juventud del cineasta (con Clint Eastwood como icono, igual que Indiana Jones supuso para mi generación). La recreación de los rodajes de la época abruma, incluso en ocasiones cansa; tanto o más que la profusión de elementos formales y técnicos de Kill Bill vol. 1 y Kill Bill vol. 2 (2003). Llega un punto en que el espectador desconecta de tanto homenaje y tanta cita que sólo los expertos saben reconocer.
Construida sobre un brillante engaño en el que todos los detalles que parecían nimios y gratuitos cobran un sentido, creo que Érase una vez en Hollywood se podría haber despachado en un hora y media intensa, logrando el mismo efecto en el espectador y sin tener que renunciar a dejar caer sus obsesiones formales e intertextuales. Un filme a exactamente a la misma altura, en aciertos y defectos, que Los odiosos ocho (2015).