Una de tantas preciosas fotos de Daniel Ramos, Aceituno.
Hace dos semanas que no actualizo mi blog. Demasiado tiempo. Y no será porque no hay temas sobre los que escribir. Siempre los hay. Lo que pasa es que no he estado nada inspirado. Supongo que os pasa, hay momentos en que las palabras fluyen y otros en que lo que fluye son esas bolas de matorral seco que, empujadas por un viento sofocante, van rodando y rebotando contra el suelo árido y lleno de polvo de uno de esos desiertos de las películas del Oeste.
Así he sentido mi cerebro estos últimos días, repleto de bolas del Oeste. A decir verdad, todo yo me he sentido como un matorral seco, girando a cámara lenta en medio del desierto. Quizás por eso notaba la cabeza como un bombo y la tenía tan dolorida.
La verdad es mucho menos rebuscada: he estado enfermo. Algún virus cabrón me atacó vilmente diez días atrás y me dejó para el arrastre, incapacitado para pensar y mucho menos para escribir. Me sentía como si me hubieran pegado una paliza y me hubieran desconectado el cerebro, y así he ido tirando hasta hace un par de días. De hecho, hasta hace un rato no me he vuelto a sentir capaz de hacer uso del lenguaje escrito. Y aquí estoy, al fin. Espero que quede alguien al otro lado.
No me gusta estar enfermo. Es un verdadero coñazo, no sólo por las molestias físicas que conlleva, sino también por los “daños colaterales”. A mí me quita las ganas de todo y me convierte en un ser asocial dispuesto a mudarse a una cueva. Es decir, me convierte en lo contrario de lo que soy. Yo, que adoro interactuar y exponer al mundo mis pensamientos, que en mi mente se forman las brillantes ideas que deben salvar al mundo de su decadencia inhumana, me muto en un individuo que desearía desaparecer y hacer desaparecer a los estúpidos que llenan la redes sociales y los medios de comunicación de ideas manifiestamente prescindibles o directamente ofensivas para quienes sabemos que el cerebro es un órgano al que se le pueden dar usos más útiles que el de rellenar la cavidad craneal.
Pero ya no estoy enfermo (salvo por la molesta tos que espero desaparezca en un par de días), así que vuelvo a ser un tipo de trato agradable y me apetece explicaros cosas.
La primera es una noticia muy mala, que no por esperada es menos mala. El jueves me enteré de la muerte de un amigo bloguero. En realidad no éramos amigos. Usamos una palabra tan importante demasiado a la ligera. Amigos tenemos muy pocos, como debe ser. Amigos de los que sabes que puedes contar para cualquier cosa y por los que harías lo que fuera sin atender a las consecuencias. Pero sí hay muchas personas por las que uno siente aprecio, y aunque no podamos clasificarlas en la categoría de amigo, nos alegramos de que las cosas les vayan bien y nos entristecemos cuando les ocurre algo. La blogosfera es un ecosistema repleto de esa clase de personas, aunque con la reducción drástica del tiempo que dedico a visitar sus casas virtuales, el contacto con bastantes de ellas se ha ido enfriando (pero os aprecio igual).
El blog de Daniel, sin embargo, sí solía visitarlo. Seguramente lo conocéis más por su nombre artístico, Aceituno, el Fotonauta. Un fotógrafo excelente que tenía la habilidad de conseguir transmitir tanto con la imagen como con la palabra.
Daniel estaba enfermo de cáncer de pulmón y utilizaba el blog como válvula de escape. Consiguió conectar de una manera muy especial con una numerosa y heterogénea comunidad virtual, de forma que su espacio se convirtió en un interesante lugar de intercambio de opiniones sobre temas muy diversos, si bien su lucha contra el cáncer o, más bien, sus ansias de vivir hasta el final, fueron el hilo conductor.
Solía escribir a diario, pero últimamente había espaciado sus posts y ello no auguraba buenas noticias. Efectivamente, el jueves por la noche su compañera, Carolina, la protagonista de la hermosa historia de amor que Daniel compartió a menudo en sus textos, comunicó que él había iniciado su último viaje. Y cómo lloré al leerlo, como si hubiera perdido a un amigo de verdad.
Las palabras de Carolina me llegaron al alma y las lágrimas brotaron espontáneamente. No conocía a Daniel, más que por sus textos, sus fotos, y los mensajes que compartimos durante meses. Sentí muy cercana su historia y guardé la esperanza de que, aunque él siempre se mostraba realista respecto a su enfermedad, pasara algo. Desde hace un tiempo el cáncer se ha llevado a varias personas queridas o queridas por personas a las que quiero y, la verdad, no recuerdo un solo caso en el que el enfermo haya derrotado a la enfermedad.
Quizás albergaba la esperanza infantil de que Daniel, siendo un conocido “de mentira”, al que no podía relacionar con nadie de carne y hueso, tendría más posibilidades. No sé, quizás pensaba que si nadie decía nada sería como si hubiera vencido y, quién sabe, puede que dentro de un tiempo reapareciera para contarnos cómo dio por saco al maldito cáncer.
Pero no. Ha muerto, y lo menos que yo podía hacer era escribir sobre él e ilustrar esta entrada con una de sus fotos. Ésas sí que quedarán para siempre, como sus textos, inmunes a enfermedad alguna.
Tengo muchas cosas sobre las que escribir, que me reclaman que ya ha llegado su turno, pero antes que nada tenía que recordar a un tipo al que me alegra haber conocido porque ha dejado huella en mi memoria.
Buen viaje, compañero.