Ha llegado la lluvia en este, todavía, septiembre sofocante. Y con ella irrumpe esa ola de sensaciones que el verano con sus todas sus tardes y todas sus noches nunca deja aflorar. La lluvia del temprano otoño en esta tierra no te impide salir de casa y mojarte. Te asfixia y no te cala. Te brinda el placer de caminar con chanclas entre los charcos. Te abraza y se mete en tu pecho como si inhalases éter. Trae atardeceres lilas y azules, nubes bajas y esconde la luna. Escuchas a Madeleine Peyroux y empieza poco a poco y tan devastadoramente a invadirte esa inquietud que te trae el otoño. Que te obliga por ejemplo a escribir ese tiovivo de imágenes y palabras que en cada vuelta se hacen más y más presentes sin cesar de subir y bajar. Tienes que escribirlo y quieres escribirlo. Como cuando en un examen ves esa pregunta de desarrollo que tan bien te sabes; como cuando terminan los créditos de esa película que te absorbe. No puedes guardártelo. No lo hagas, es otoño.
Puedes ver Las normas de la casa de la sidra y darte cuenta de lo realmente feliz que eres. Porque tú también estás recolectando manzanas, criando langostas y viendo el mar por primera vez. Porque en esta pequeña e insignificante vida que sabes que llevas, de alguna manera estás encontrando eso que tanto amas y estás dejando que empiece a matarte. Como cuando te preparan la merienda o te traducen una película en catalán, ahí te empieza a matar. Cuando agarras el cuaderno porque has leído a Holden Caulfield y te ha recordado, de esa desgarradora y contradictoria manera, lo bella que puede llegar a ser esta mísera existencia. Y entonces garabateas y decides publicarlo. Al fin y al cabo solo cumples órdenes: deja que te mate.
Revista Comunicación
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