Recibo, como suele ser habitual en mi rutina "currelaria", un correo electrónico proveniente del Director General de una de las principales cuentas con las que trabajo. Y, como suele ocurrir con este individuo, su e-mail me llega sin asunto, ni introducción ni indicaciones de ningún tipo ni, lo que es peor, un mínimo atisbo de "humanidad" que, en verdad, pueda demostrar que la misiva procede de un bípedo implume y no de un robot o cualquiera otra manifestación de vida (más o menos mostrenca) de este mundo o de Más Allá.
Eso sí, me lo manda, como siempre, desde "SU iPhone" (nótense comillas y negritas), como bien colofona (vale, ya sé que esto es un "palabro", pero me da la gana y es descriptivo) el pie del mensaje, y acompañado con un ramillete de fotos que, of course, voy a obviar laboralmente puesto que no se me indica de manera explícita y expresa qué cojones he de hacer con ellas.
En un ejercicio de imaginación, podría inferir que quiere que se las suba a su Fan Page corporativa con unos floridos pies de foto que añadan brillo y esplendor a su marca pero, ¡ya está bien!, va a ser que se jode y que las instantáneas (que parecen haber sido hechas no con "SU iPhone" _vuelvan a notarse comillas y negritas_ sino con un daguerrotipo del mercadillo), se quedan velis nolis en mi bandeja de entrada hasta que San Juan baje el dedo.
No es la primera vez (¡ojalá!) que constato que el nivel de dotación tecnológica o de uso de marcas notorias con las que se avitualla el personal es inversamente proporcional a su patrimonio intelectual y/o su poso educacional. Aún recuerdo el día que, fumándome un cigarro en la terraza de mi cuco pisazo madrileño, allá cuando los dinosaurios poblaban la Tierra y la que suscribe tenía propiedades (o condominios, que diría el relamido gremio notarial), asistí a la triunfal salida por la puerta del garaje de mi vecina, con su torerita y su canesú, embutida toda ella cual gorrina en una minifalda de pata de gallo y con más pintura en la cara que el indio Gerónimo. Instantes después, casi me infarto y me trago el cigarro al escucharla gritar a su santo desde la calle y a pleno pulmón "¡Neneeeee, tráete el "dirmaaaaaan", que me "sá olvidáo"!...".
Obviamente, el "dirman" venía a ser el Discman o anciano reproductor de CD's que "el nene", desde la ventanilla de un pedazo Mercedes plateado, le pasó a la ordinaria por la ventanilla del elitista "buga" en los segundos previos a que ésta se introdujese en él no sin antes (¡ay, la "paticortez"!) mostrar al tendido la faja color carne y las estribaciones del Sacromonte.
Si yo fuese propietaria o Genarala en Funciones de una de esas marcas notorias tipo iPhone, Mercedes, Gucci o La Perla, me cuidaría muy mucho de vender mis productos a este tipo de especímenes sin desbastar pues, a mi modo de ver, lo único que favorecen transaccionando con semejantes mulos es restar relumbrón a sus nombres, dejando bien a las claras que cualquier mastuerzo _con "choni" o no_ y toneladas de pasta puede, de la noche a la mañana, erigirse en embajador de enseñas tras las cuales reside un nivel de creatividad y talento que no se merecen.
Me congratula y tranquiliza, tras años de minuciosa observación, que el dinero y la cuna, en la mayoría de las ocasiones, no garanticen la educación, la elegancia y la clase. Y que, por mucho iPhone y tecnología punta que se gaste el personal, hay individuos (e individuas) que bien merecerían una marca específica para ellos solos:
"Cabestrian People".
Acompaño este post (habida cuenta de que lo he escuchado a volúmenes indecentes en iPhones y smartphones varios o atronando por las ventanillas de autos "high" gama), con un "jitazo" absolutamente apropiado para la ocasión.