Cada vez está más claro que nuestra especie está abocada a vivir en un planeta de gordos y hambrientos o, como diría un erudito, de obesos y famélicos. Los padres y madres con niños recordarán la nave espacial de la película Wall-E y sus gorditos y gorditas ociosos. Bueno, pues hacia esa imagen vamos. Por cierto, cualquiera de los dos nombres subrayados son títulos de libros que recomiendo sobre uno de los grandes problemas del siglo actual: la alimentación.
La seguridad alimentaria mundial, el qué vamos a comer, cómo lo vamos a hacer y cómo vamos a producir esos alimentos, será uno de los temas permanentes y crecientes de la agenda política global y nacional. De hecho, el tema ya es fijo en las reuniones e informes del Foro Económico Mundial de Davos y del Consejo de Seguridad Nacional de Estados Unidos.
Los gordos son cada vez más, tanto en los países con alta renta per cápita como en los empobrecidos, emergentes o “con posibilidades”. Esto es evidente cuando vas a Estados Unidos, México o en la propia España. Y el crecimiento se nota tanto en los sectores menos pudientes como en los más ricos, pues la gordura rompe clases sociales. Existe una muy poco conocida pero creciente “obesidad de la pobreza”, ya que las personas pobres tienden a gastar sus escasos recursos en alimentos procesados ricos en grasas, azúcar y sal, que son más baratos que los alimentos más saludables y que vienen empaquetados de manera atractiva, son símbolo de estatus y tiene espectaculares campañas de publicidad detrás. También hay una explicación médica para esa obesidad que se desarrolla en adolescentes que estuvieron desnutridos de pequeñitos: los jóvenes tienen unas enzimas super-trabajadoras que metabolizan toda la energía que les llega, enzimas que traen desde el feto al ser concebidos de madres desnutridas. Al poder comer alimentos con grasas y azúcares, se vuelven gordos muy rápidamente.
Tanto si hablamos de la desnutrición crónica como de la creciente obesidad, está comprobado que la malnutrición hipoteca el futuro de los niños y niñas, como seres humanos y como trabajadores, y supone además una enorme carga para el Estado, tanto en pérdida de productividad futura, como en repitencia escolar y utilización de los servicios de salud que deben atender las enfermedades ocasionadas por la desnutrición y la obesidad.
Por otro lado, las soluciones a estos problemas suelen ser exclusivamente técnicas. Como muy bien señala Olivier de Schutter, Relator de Naciones Unidas para el Derecho a la Alimentación, en su reciente informe, seguimos empeñados en “medicalizar” la malnutrición, aplicando exclusivamente recetas médicas y productos terapéuticos, cuando el problema alimentario procede de un desequilibrio estructural de nuestro sistema económico y de consumo que no permite producir sosteniblemente y distribuir esos alimentos racionalmente. El 70% de los pequeños productores de alimentos pasa hambre. ¿Tiene esto algún sentido? ¿La mano invisible del mercado no podría echarles una mano? ¿Cuál es la racionalidad económica de esta situación?
Les comento de pasada alguna de las recomendaciones del Relator, para que reflexionen sobre su posible implementación en cada uno de sus países. En primer lugar, impuestos adicionales a los productos poco saludables. ¿Creen que sería posible que un cuarto de pollo extra-crispy fuera más caro que una ensalada completa? A día de hoy no lo es, y por eso se vende más el pollo. Huelga decir que esta recomendación ha empezado ya a ocupar titulares de periódicos y televisiones, y a sufrir las primeras respuestas desde el poderosísimo sector agro-alimentario (por favor, no se pierdan un informe reciente del grupo ETC canadiense sobre el poder oligopólico de las transnacionales alimentarias). El Relator también propone una normativa más estricta para los alimentos ricos en grasas saturadas, azúcar y sal, como la mayoría de los que se encuentran en cualquier puesto de barrio, tienda de chucherías o supermercado.
Otra recomendación señala que se debe regular más la publicidad de la comida basura, tal y como se hace con la pornografía, las películas violentas y los anuncios de tabaco. Finalmente, el Relator solicita respaldar la producción local de alimentos de manera que los consumidores tengan acceso a alimentos frescos, saludables y nutritivos. Esto se traduce en volver a comer productos de temporada (¿ustedes se acuerdan de cuando había “fruta de la estación”? ahora ese concepto se aplica a las que se venden en las tiendas de conveniencia de las gasolineras), valorizar los productos nacionales o diversificar la oferta de manzanas y tomates en nuestros supermercados y tiendas. Desde hace años estoy buscando tomates que sepan a tomates, como los de antes, pero no los encuentro ¿Alguno de ustedes tiene semillas de tomates locales y que tengan sabor?
La obesidad y el sobrepeso afectan ya a 1300 millones de personas en el mundo, y el hambre sigue estancada en cifras que no bajan en ningún caso de 900 millones, y eso sin contabilizar a los caso 20 millones de estadounidenses que pasan hambre algún día del año, pero que no incluyen en las estadísticas de FAO por vergüenza. Nuestro sistema alimentario y consumista induce a la gente a comer mal, o muy poco o demasiado, siendo las causas diferentes en ambos casos. El sistema es disfuncional, y hay que pensar otro modelo. En eso estaré involucrado los próximos años durante mi doctorado.
Comer no es sólo nutrirse, ni ingerir alimentos terapéuticos, si no un acto cultural, y uno de los más importantes por cierto a la hora de definir una cultura nacional y una identidad como pueblo. El hambre y la obesidad requieren de un enfoque cultural para entender sus causas estructurales y poder plantear soluciones ajustadas al modus operandi alimentario de cada cultura, pueblo o grupo étnico. Por qué comemos lo que comemos determina el por qué estamos como estamos: gordos y flacos. Lo peor de todo es que, en ambos casos, estamos infelices e insanos.
Esta entrada, ya editada se puede descargar en PDF. En ese formato se pueden pueden activar todos los links que acompañan al texto.