He vuelto de la Feria del Libro de Fráncfort agotado y extasiado, las dos cosas. Tal ha sido el agotamiento y tal el éxtasis, que he tardado tres semanas largas en rehacerme para escribir esta breve nota. Pero no os hagáis grandes expectativas, mi intención con ella va poco más allá de compartir la excitación de haber participado por primera vez en el gran encuentro de la industria editorial europea.
Fráncfort es un monstruo maravilloso, una máquina en la que se citan cada año más de 7.000 expositores y cerca de 300.000 visitantes llegados de todo el mundo. Una auténtica barbaridad. Confieso que nunca había tomado parte en un evento de semejante magnitud y que, en cierto sentido y dada mi escasa experiencia en el negocio, me ha venido grande. Tratar de dar cuenta en este apunte de todo lo vivido durante los días de feria sería como pretender atrapar el Mar del Sur, o el del Norte –para el caso es lo mismo–, en un puño. No es eso lo que pretendo, pero no quiero dejar pasar la ocasión de informar en primicia, a todos los que seguís la actividad de nuestra modesta editorial, de una novedad que pronto llegará a las librerías, gracias precisamente a un acuerdo que hemos podido cerrar en la gran cita alemana.
Se trata, lo diré sin más rodeos, de la versión al castellano del ensayo con el que S.G.C. Padmaniabhan ha puesto patas arriba las listas de libros más vendidos en los países de habla inglesa. Para quienes el nombre de la autora todavía no les diga nada, aclararé que se trata de una escritora de origen esrilanqués y formada intelectualmente en Gran Bretaña. En particular, la señora Padmaniabhan realizó sus estudios de postgrado en la prestigiosa London School of Economics, de la mano del profesor Anthony Giddens, bien conocido por aquella reformulación de la socialdemocracia que se sacó de la chistera y a la que se llamó Tercera Vía.
Gracias a la intermediación de mi gran amigo Marcus Wagenknecht, quien además ha tomado a su cargo la siempre difícil terea de la traducción, en fechas próximas llegará a las librerías de España y Latinoamérica Cincuenta formas de dilapidar una fortuna imaginaria, título con el que presentaremos a los lectores en lengua castellana el ensayo de la señora Padmaniabhan. Como mi querida Augadoce do Vale Branco ha señalado en la sección de libros de The New Yorker, en esta obra de difícil catalogación la joven autora asiática hace gala de una inusual maestría para entretejer rigor intelectual y estilo, milagro que le permite relatar casi como si de una novela policíaca se tratase la emergencia de la episteme capitalista en el mundo nuevo que nació tras la Primera Guerra Mundial. A través de una acertadísima selección de casos que disecciona con el afilado bisturí de su método genealógico, la esrilanquesa desanuda conceptos como emprendimiento, gestión, éxito, generación de valor o visión empresarial, criaturas ideológicas que, diseminadas por los dispositivos aspersores del pensamiento único neoliberal, hoy son veneradas por doquier, desde las facultades y escuelas de negocios más exquisitas hasta los aparatos de propaganda de las diputaciones provinciales.
Sin intención de destripar el ensayo de Padmaniabhan, me atrevo a anticipar que una de las aventuras empresariales que analiza es la peripecia que en la década de 1920 protagonizó la española Encarnación de Benjumea.Trataré de resumirla. A su muerte, Eugenio María Bergareche de la Maza, marqués de Labellacosa, legó a su amante una importantísima cantidad de dinero que la dama, a causa de los buenos oficios de los abogados de los hijos del aristócrata, nunca llegó a cobrar. Sin embargo, la señora Benjumea se las ingenió para hacer creer a los bancos que disponía de ese aval, y fue así como obtuvo el crédito suficiente para poner en marcha una idea visionaria: la primera línea aérea regular de transporte de pasajeros de España. Con el asesoramiento de Gerhard Scheidemann, ingeniero, poeta ultraísta y as de la fuerza aérea alemana, la empresa impulsada por la valiente dama adaptó cuatro bombarderos que la Royal Air Force había retirado del servicio al término de la Gran Guerra, y el 15 de mayo de 1920 despegaba de Sevilla el primer vuelo. En él viajaban tres pasajeros, dos tripulantes y varias sacas de correos. La travesía hasta Larache, en el protectorado español del norte de África, se desarrolló sin incidencias reseñables, es decir, fue un completo éxito.
En el sutil filo que separa la audacia de la temeridad, la empresa de la Benjumea puso en juego la mejor tecnología disponible para meter en una singular coctelera necesidades objetivas (un transporte rápido entre la metrópoli y la colonia) y ensoñaciones (el viejo sueño de volar, ahora al alcance de la burguesía) para crear un mercado. De paso, anticipó algunos de los conceptos básicos del modelo de negocio de la aviación comercial tal como hoy la conocemos. Pero el proyecto nunca llegó a alcanzar la imprescindible estabilidad financiera. Con los acreedores pisándole los talones y abandonada por Scheidemann, que cruzó el charco tras los cantos de sirena de la industria aeronáutica estadounidense, Encarnación debió de sentir una punzada en el estómago cuando, el 17 de agosto de 1922, el gobernador civil de Cádiz le comunicaba la desaparición en el estrecho de Gibraltar del aparato que realizaba el vuelo número cien de su compañía. El aeroplano, un monomotor De Havilland con seis pasajeros y dos tripulantes a bordo, fue engullido por una terrible tormenta eléctrica. Tras un juicio del que salió absuelta de ocho cargos de homicidio imprudente, la mujer se las arregló para esfumarse. Algunos investigadores han tratado de seguir su pista en Bolivia, pero S.G.C. Padmaniabhan no concede demasiado crédito a la teoría.
La desaparición en el estrecho del De Havilland fue el fin de una visión proyectada sobre la nada, la quiebra de un negocio que en el fondo era pura ficción. Para poner en marcha una aventura que forzaba los límites de lo posible, la antigua amante del marqués Delabellacosa dilapidó una fortuna que nunca llegó a poseer, un tesoro imaginario. Un siglo de perspectiva histórica nos otorga el lujo de poder elegir entre dos ejercicios igualmente gratuitos: contemplar la trágica belleza de la peripecia, o entregarnos a libres elucubraciones sobre cómo habrían sido las cosas si aquel 17 de agosto el cielo hubiera estado despejado y el nombre elegido por la señora Benjumea para su negocio no hubiera tenido el aspecto de un reclamo para la fatalidad, porque –disculpadme por no haberlo mencionado antes– la empresa se llamaba Compañía Aeronáutica Española: CAE.