¿Y si acerco la silla vacía de la mesa de al lado? Sí, así. Las piernas en alto y los pies cómodos, libres. Un pie saca al otro del encierro de su sandalia que cae libremente sobre un adoquín, un sampietrini. La falda resbala a un lado y el sol entra por mis piernas. Cierro los ojos, detrás de mis gafas de sol. Dejo caer mi cuello hacia atrás, respiro. Largo. Estoy aquí, en Roma, sola, todavía con cinco días por delante... Me da igual que esa bocanada de aire, que aspiro sin poner límites, no resulte muy limpia. Llega con restos de humedad putrefacta de las orillas de Tíber y, también, con olor a tubo de escape de algún motorino en manos de un trasteverino de piel morena y ojos rasgados. Pero el aire llega al fondo. Muy al fondo de mis pulmones que se abren y se expanden en una sensación de felicidad sostenida, casi total, efimerísima y, por tanto, convertida en un tesoro.
Abro los ojos, remango aún más mi falda en un gesto de reto y descaro total. De dominio.
Todo empezó aquí. ¡Y he vuelto! A esta mesa de la esquina, con mi novela bajo el brazo. Al caffe en el que decidí intentar dedicar mi vida a la escritura. Después, todo ha sido algo distinto, como un matrimonio secreto de bastantes años. Escribo en las mañanas, robando el tiempo a mi otra vida, cuando nadie me ve, en silencio, generalmente encerrada, contra una ventana. Es como la pequeña pila de libros junto a mi mesa de escribir. Pasa desapercibida para todos, salvo para mi. Es mi ilusión. Y ahora he vuelto a Roma, sola, en un claro homenaje a mi misma.
Aplasto mi pequeño tenedor contra la tarta, entra suave, rompiendo las manzanas caramelizadas y descuartiza en mil pedazos su base descomponiendo todo el orden del plato y pulverizando de proyectiles tostados la blancura de la pequeña montaña de nata espesa. Lleno mi boca de un sabor dulce y ácido que me entusiasma; tiene un resto de canela. Vuelvo a respirar, pienso de nuevo en los sabores, miro a mi alrededor: esta extraña belleza de una esquina romana. La analizo. Las paredes que me rodean color Siena, desconchadas y engullidas por una hiedra diminuta que se ha hecho fuerte e independiente de su pared y ha emprendido su conquista sobre las lonas de las sombrillas que protegen las mesas del caffe formando enormes paraguas vegetales. Nada es categóricamente bonito aquí. Me reafirmo, o me pregunto, mientras sigo desentrañando los secretos de su gancho: los Fiat aparcados en batería en la acera de enfrente, los jóvenes romanos que se apoyan relajadamente contra ellos de conversación, con sus camisas blancas al aire, libres del orden de un cinturón. La Vespa azul que pasa y el gato espabilado, y más urbano que la moto, que salta casi bajo su rueda. Todo tiene una gracia distinta y espontánea. La música del dialecto romanaccio tan cantarín, tan alegre; el puesto de tomates, calabacines, girasoles y botes de agua mineral partidos por la mitad y transformados en jarrones de mazos de albahaca; todo tan apretado, su olor, su color.
Y un poco más adelante sereno e impertérrito, el atrio barroco y blanquísimo de Santa María della Pace, así, dejado a la improvisación de un escenario cualquiera y cotidiano.
Trago, acompaño mi trozo de tarta y mi divagación sensorial con un nuevo y amplio sorbo de capuccino, vuelvo a notar la canela y la espuma que disfraza mis labios. Sigo observando. Ahora toca la señora elegante que se ha sentado en la mesita de al lado, dentro de poco empezaré a inventar una vida entorno a ella. Miro mi ejemplar de "Helena", de Evelyn Waugh, dado la vuelta sobre la mesa y, mi lápiz. Tengo toda la tarde por delante. Para mi. Vuelvo a dejar que el capuccino resbale por mi garganta. Lo hace despacio y a pequeños empujones. Como las hojas de los plátanos que navegan por el cauce del Tíber. Entre los puentes.