Formal e impecablemente occidental por lo que respecta al estilo, los recursos desplegados, el uso de la narración, el suspense y/o la tensión... Viéndola, nadie diría que Irán repudia la mayoría de las cosas que tienen que vienen de Occidente (excepto aquellas que le ayudan a mantener su estatus político-religioso y su liderazgo tecnológico en la zona). Con financiación europea y rodada en Teherán, Yalda, la noche del perdón (2019) de Massoud Bakhshi es un filme cuya recaudación se destinó a pagar la deuda de sangre de una persona encarcelada y condenada a muerte que no podía hacer frente a la indemnización que la ley iraní decreta. De paso logró acabar con un reality televisivo calcado al que presenta la película y que llevaba emitiéndose en Irán desde hacía más de una década. Cualquier partido político sobornaría por acercar este título a su órbita ideológica y presumir capacidad de cambio social a base de ficción. Desde esta perspectiva, estamos ante un filme indudablemente comprometido con su tiempo y la sociedad que retrata críticamente; es más, su argumento se atreve a cuestionar una serie de premisas políticas y religiosas firmemente arraigadas, el sueño de todo cineasta comprometido/a ideológicamente. Como público, además, nos cuesta creer en un estado de cosas como el que aparece en la pantalla si no fuera porque hay detrás una base tan real --la que se denuncia sin tapujos-- como sonrojante. Si este mismo guión ambientara la misma historia en una cadena de televisión occidental, con un reparto y una dirección mediáticamente planetarios, habría suscitado bastante más polvareda que Yalda, la noche del perdón, la cual --debido la nacionalidad de sus actores y al contexto cultural en el que se desarrolla-- queda relegada a públicos y circuitos de audiencia menos numerosa y/o combativa. Con todo, aún queda por responder otra pregunta, la que da sentido a este blog: ¿cuál es el mérito cinematográfico de esta película?
¿Un reality con poder suficiente para revertir una sentencia de muerte judicial? Sin duda resultaría fascinante para muchos, aunque, a la vez, insultante y ofensivo para otros tantos. En Occidente, los debates binarios que plantean estos programas (vista la bien ganada mala prensa que tienen últimamente los medios) podrían proporcionar un excelente argumento --impugnador sin duda, incomodante también-- deseoso de señalar, denunciar, de no dejar títere con cabeza (dependiendo del tono elegido). Una película que provocara un revuelo popular comparable al de filmes como Lolita (1962), Atracción fatal (1987) o Una proposición indecente (1993) en su día; o ya puestos, y sin salir del ámbito televisivo, Héroe por accidente (1992) o El show de Truman (1998). Hay que advertir, sin embargo, que en manos de un director iraní, esta misma anécdota --una vez que los espectadores no iraníes superan la sorpresa y el choque provocado por el derrumbe de prejuicios y tópicos-- produce sensaciones encontradas.
De entrada, la película me transmitió la sensación de que buscaba representar un drama a la turca (como en esas series televisivas que arrasan en Europa), es decir, atreviéndose --aparentemente sin complejos ni límites-- con un tema polémico; pero sin transgredir ninguna frontera moral, legal ni religiosa. ¿La prueba? Pues que no se cuestiona en ningún momento el formato del programa, ni la insensibilidad de su director (una tentación difícilmente resistible para el cine occidental), ni siquiera se marca de alguna manera sutil (un plano de más, un encuadre extraño, un inserto). El narrador opta por un posicionamiento que se exhiben como neutro y aséptico, limitándose a que los hechos hablen por sí solos, ignorando un factor decisivo: que las personas las experimentarán y analizarán desde muy diversos marcos mentales. Así el primer nivel de significación queda devaluado por aferrarse a esa inexistente objetividad del discurso sin deixis ideológicas que, en la práctica, se pasea bastante por el lado del conservadurismo.
Y entonces, como no nos parece suficiente para un filme tan «comprometido» a priori, buscamos un segundo nivel de crítica, algo que haya quedado oculto tras ese velo de sutil corrección política y/o cinematográfica del nivel anterior. Pero pasan los minutos no damos con él. ¿Acaso existe? ¿No será más bien que somos nosotros quienes lo necesitamos para endosarle la carga crítica que le asignamos de entrada, nada más conocer el argumento, sin siquiera haberla visto? Visto lo que ofrece una lectura literal de la historia, ¿qué debemos buscar/esperar? La respuesta surge inmediata: algunos diálogos que verbalicen lo que no se debe decir por dogma o por ley, actitudes o decisiones que se sitúan al límite de lo tolerable desde el punto de vista de lo correcto y lo oficial según el gobierno iraní, eso sí, sin traspasarlo nunca; quizá un giro dramático que sitúe la acción directamente en el terreno de la denuncia política. Pero no, no hay nada de eso. La única denuncia de la película es puramente humanista, apelando al sufrimiento, a la injusticia ejercida sobre seres individuales, nunca en un sentido abstracto, de ilicitud sistémica. Esa es la grieta legal por la que Yalda, la noche del perdón puede soltar su carga crítica: poner en evidencia un anacronismo legal como el de la deuda de sangre, reivindicando una indulgencia aséptica que no tiene nada que ver con lo religioso y, por tanto, no impugna ningún dogma de fe. Este segundo nivel nos muestra una película que apuesta por los cambios menores que no cuestionan ni amenazan los pilares básicos de la tradición.
Y luego está el tercer nivel. Un nivel que existe desde el momento en que el filme se exhibe más allá de las fronteras iraníes; y que se concreta en una distorsión que, aunque la película retrata con una naturalidad que no contradice en lo esencial la que --muy probablemente-- se da en la sociedad iraní realmente existente, resulta escandalosa para audiencias ajenas. La situación de la mujer iraní en lo personal y en lo social: sometimiento a la voluntad masculina en todos los órdenes, obligaciones en el vestir, aparente igualdad laboral, minusvaloración de su capacidad para tomar decisiones, marginación profesional, estereotipos basados en la sensibilidad y el sufrimiento, muy vinculados con el rol de madres-cuidadoras para el que se las prepara e impone como destino vital. No me ha parecido que Bakhshi utilizara conscientemente nada de esto para incrementar su carga crítica. Como tampoco me parece un demérito; al contrario, si fuera una renuncia no declarada, no sería yo quien le acusara de cobarde, puesto que en semejantes contextos uno se suele jugar la libertad y la vida. Poca broma.
A pesar de tanto IVA descontado, debo admitir que Yalda, la noche del perdón juega con habilidad sus cartas. Estamos ante un filme con una maestría y una contundencia cercanas a las que se gastaba Farhadi cuando rodaba en su país natal, que se las apaña muy bien armar un drama de efectos globales hablando desde una sociedad artificialmente cercenada. Bakhshi no es un apocalíptico, sino un integrado coherente, que dispara sus dardos con cuidado y sabiendo donde apunta. Yalda, la noche del perdón es un filme bienintencionado, alineado con los derechos humanos y que, aunque renuncia al enfrentamiento directo, nos descubre el valor y el buen hacer de un cineasta.