Revista Opinión
Meursault, el extranjero apático de Camus, va al entierro de su madre, pero más que dolor por la pérdida siente calor, calor y cansancio, un calor que condiciona hasta tal punto sus actos que comete un asesinato. Ante el tribunal que lo juzga sólo puede alegar que un sol cegador irritaba sus ojos, que el causante de su impulso criminal fue un calor agotador, irritante, consumiéndole la voluntad. «¿Por qué mató a ese hombre? Porque hacía calor», confiesa Meursault. Camus utiliza el calor como expresión plástica de los sentimientos existenciales de sus personajes. Sin embargo, el escritor francés no estaba muy lejos de la realidad cuando describía las sensaciones que produce el calor sobre nuestro cuerpo y nuestro ánimo. Un día de intenso sol puede derretir las ganas a cualquiera; pronto el cansancio y la ansiedad se apodera de nosotros, volviéndonos irritables, inquietos, desconcentrados. También García Márquez hace uso del calor como mensajero de la muerte en su obra El coronel no tiene quien le escriba: «el calor de la tarde estimuló el dinamismo de la muerte» O como excusa para huir a paraísos imaginados: «embotado por el calor, el coronel cerró los ojos involuntariamente y en seguida empezó a soñar con su mujer». Por su parte, los poetas, abducidos bajo el trance de su ahogada inspiración, han creído ver en el calor no a un pérfido enemigo de la humanidad, sino al eficaz aliado de sus sentimientos amorosos. Así se queja Lorca por no tener cerca a su amado: «¡qué haré si tienes tus ojos muertos a las luces claras y no ha de sentir mi carne el calor de tus miradas!».
Pero no sólo la literatura ha hecho uso del calor como elemento narrativo o resorte emocional. El cine también se sirve del Lorenzo para suscitar tensión sexual, provocar la acción de sus personajes o dibujar ambientes opresivos. Quién no recuerda a Turner y Hurt (Fuego en el cuerpo, Lawrence Kasdan, 1981), sudorosos sobre la cama de una habitación de motel; o la escena final de Duelo al sol (King Vidor, 1946), con Gregory Peck y Jennifer Jones muriendo, abrazados bajo un sol hiriente. La carretera árida y desolada en la road movie de Wenders (París, Texas, 1984), a los acordes minimalistas de Ry Cooder. El calor pegajoso que refuerza el deseo contenido en Un tranvía llamado deseo (Elia Kazan, 1951). Los omnipresentes ventiladores en El corazón del ángel (Alan Parker, 1987), presagiando una muerte aderezada con sudor. Los rostros lubricados de los pistoleros en los spaghetti western de Leone. La triste decadencia del protagonista de Muerte en Venecia (Luchino Visconti, 1971), herido por la presencia luminosa de un cuerpo joven en la playa. El desierto infinito como musa de ideales revolucionarios en Lawrence de Arabia (David Lean, 1962). Ludivine Sagnier, torrando su sinuosa orografía en Swimming pool (François Ozon, 2003)...
Además, el verano y sus calores actúa a menudo de detonante para el cambio emocional de los personajes. Unos primos desencantados confabulan un plan para destruir matrimonios felices en Nubes de verano (Felipe Vega, 2004). En El viaje de Kikujiro (Takeshi Kitano, 1998), la búsqueda de la madre de un niño con la ayuda de un antiguo yakuza propiciará la aventura del aprendizaje, al igual que sucede con el pintor de Conversaciones con mi jardinero (Jean Becker, 2007) de la mano de su jardinero, o el marinero borracho y la misionera puritana en La reina de África (John Huston, 1951). Sólo en verano parece congelarse el tiempo, alargando las horas, obligando a seres y objetos a adorar el suelo que pisan, a rendirse a la evidencia de la vida que late a nuestro alrededor, a celebrar nuestra existencia como un regalo misterioso, casi perpetuo.«El verano ha aparecido. El invierno ya se ha ido», proclama un personaje en Amarcord (Federico Fellini, 1973), ¡disfruta la vida!, quema los rastrojos que ensucian tu memoria, limpia con sal de mar las heridas que abre el dolor. Nada muere, todo se transforma. Es verano, la batería de nuestro corazón. Ramón Besonías Román