¿Qué es un intelectual? Si fuera quien hace uso de la inteligencia, alguien muy generoso, afirmaría que lo sería la mayoría de los seres humanos. Pero cuando usamos este adjetivo lo hacemos de manera restrictiva, aplicándolo a quienes desde el conocimiento y la reflexión toman una postura crítica frente a las actitudes y valores convencionales. Intelectual es quien tiene algo que decir y lo dice, quien analiza de manera concienzuda, llegando más allá de lo evidente, para interpretar lo que pasa y ayudar, a quienes no poseemos esas capacidades, a comprender lo que está sucediendo. Por definición, un intelectual es un pensador insobornable que dice lo que piensa -porque, previamente, ha pensado lo que dice- sobre lo que acontece. Alguien que estimula el pensamiento crítico y actúa como despertador de conciencias.
En el lado opuesto a este papel de guía, referente y colaborador necesario para la ciudadanía se encuentran miembros de gobiernos y directivos de grandes corporaciones. La prensa siempre ofrece magníficos ejemplos de gerifaltes con pocas luces. Selecciono dos casos: el primero tiene como protagonista a la vicepresidenta del Gobierno de España y el segundo a una frase dicha en el foro de Davos.
Flanqueada por dos de los ministros más nefastos de nuestra historia reciente —el ministro de la Educación elitista y el ministro de los recortes en derechos y libertades—, esta señora habla de listones éticos en referencia a otro partido. Hay que tener un cerebro privilegiado para apelar a la ética de los demás y no cuestionarse la propia, para calificar de populista al contrario y hacerlo desde la demagogia más simplista. Hay que tener una mente excepcional para exigir conductas éticas desde una opción política que destruyó unos discos duros objetos de investigación judicial. Hay que ser muy arrogante o necio para demandar de los demás lo que no se tiene. Cualquier comparativa de ética, corruptelas y corrupciones sería demoledora para el Partido Popular. Quienes nos gobiernan llevan tiempo causando sufrimiento e indignación; a ratos, también provocan risa. Que la vicepresidenta hable de listones éticos desde un partido que tiene el suyo a ras de suelo, la define.
El otro ejemplo nos llega desde Davos: «Hay que educar al pueblo para que vote al líder correcto». Los oligarcas no confunden educación con adoctrinamiento, en absoluto. Conocen la diferencia entre educar y amaestrar. Sucede que aspiran a configurar una sociedad manipulable, atenazada por el temor e incapaz de diferenciar los intereses colectivos de los objetivos de quienes la gobiernan. La experiencia demuestra que la política antepone, con demasiada frecuencia, los valores de la eficacia y del mercado a los valores democráticos, éticos y ciudadanos. Pese a que ética y política debieran coincidir, las actuaciones de los dirigentes no concuerdan con las necesidades de los ciudadanos.
Puede que no tengamos grandes referentes intelectuales ni éticos pero, siendo necesarios, ¿resultan indispensables para saber qué es lo que nos interesa en cada momento? Entregar la democracia a la lógica y beneficio de las grandes corporaciones es adulterarla y arrastrarla al abismo; abandonarla al capricho de los políticos también. Mientras, los partidos se pelean entre ellos y se esfuerzan en aniquilar al rival, se constata que solo les interesa alcanzar o perpetuarse en el poder. Adormecido el Parlamento, la controversia y la arenga se traslada a los platós de televisión. ¡Qué espectáculo! Parece que todo está programado para fomentar la desidia ciudadana. ¿Le seguimos el juego? ¿Nos desprendemos de nuestro sentido crítico? ¿Nos dejemos llevar? Ya conoces el dicho: Camarón que se duerme… A lo mejor se trata de eso.
Es lunes, escucho a Marshall Gilkes: