Caminar sobre el puente
con los ojos cerrados
y el temor en las puntas
de los dedos de los pies
caminar por la calle
con un bastón de ciego
golpear el cordón
de la esquina
y la pared
caminar por la cuerda
en la cima de un acto
len ta men te
c
a
e
r
caminar por la orilla
podrida
de una manzana
y mirar hacia adentro sin querer
caminar por las nubes
caminar por los pies
Caminar por la espalda
de un gigante
dormido
y meterle una pluma en la nariz
caminar de la mano
de puntillas
de los patos
caminar de algodón
caminar por los techos
espiando los patios
caminar por las vías
caminar tacos altos
caminar los dados las lluvias los tres
caminar los dedos las uñas la piel
caminar de revés
con las manos
caminar la piel con piernitas de dedos
sin camino
pasar
Salirse del mapa
Llegar al mar
Adentro
llorar rugir tragar
sin mirar atrás
dar un paso más
Por: Anahi Correa
A veces, en raros
instantes, se abre, talud
real y enorme, el tiempo
transcurrido.
Y no es entonces
breve el tiempo. Como el pájaro
al elevarse abarca con sus alas
un diminuto pueblo o costerío,
la inmensidad de lo vivido arrecia,
y se mira remoto el ayer próximo,
en que el pico ávido bajaba
en busca de alimento.
¡Qué eternidad
de soles ya vividos! ¡Y qué completa
ausencia de nostalgia! Para crecer
se vive. Para nacer de nuevo
y rehacer la mala copia original.
Para crecer, se sufre. No se quiere
volver atrás, ni tan siquiera al tiempo
rumoreante de la juventud.
Que no para que el rostro
luzca lozano y terso se ha vivido.
No para atraer por siempre con el fuego
de la mirada, no con el alma en vilo,
por siempre se ha de estar.
De cierto modo
la juventud es también como una cierta
decrepitud: un ser informe,
larva, debatíase, qué peligrosamente
amenazado. Se vivió. se salió,
quién sabe cómo, del hueco,
de la trampa:
valió el otro
del bosque de la vida, el pleno encanto
de los claros del sol entre lo umbrío
para pagar su precio: lo tanto
costó poco; poco el sufrir inmenso
para esta dádiva: al rostro
orne la arruga como el pecho la cinta coloreada
de un guerrero
o como al niño la medalla premia
por la humilde labor.
Como el avaro
el peso de un tesoro, encorva
la espalda anciana el peso
del vivir.
Mas ya, arriba,
a la salida, ya, se mira
hacia atrás sonriendo, renacido,
como agrietada cáscara el polluelo,
ya se van desligando las amarras,
del extraño navío, y como novio trémulo
locamente lo incierto hace señales.
costó dolor, muerte costó, la vida.
Y al tiempo, breve o largo, siempre corto,
como el relámpago del amor, se le mira
ya sin recelo ni amargura
como a las heridas de la mano, en el arduo
aprender de su oficio,
contempla el aprendiz.
Bella es toda partida.
Por: Fina García Marruz