Cierto que en Platón existe un viaje de ida y vuelta; el recorrido que lleva de la opinión- doxa-al conocimiento-noesis- topos en el que contemplar las verdades matemáticas cara a cara- y que pasa por el razonamiento discursivo- dianoia- se puede y se debe recorrer en sentido contrario, hasta retornar al mundo de los fenómenos, solo que ya pertrechado con los instrumentos del conocimiento. Pero en la práctica común de la experiencia filosófica se ha privilegiado, sin embargo, la ascensión frente al descenso, hasta tal punto que la mayor parte de las veces este último se llegó a abortar. Hubo que esperar a la Ilustración francesa – y luego sus desarrollos en Feuerbach
y en Marx- para que recordáramos la necesidad vital de esa vuelta hacia el mundo de los fenómenos, sin la cual la aporía de la que hablábamos al principio de este texto no hace sino engrandecerse. En efecto, la mirada filosófica privilegia un horizonte de comprensión que prácticamente anula el sentido y la consistencia ontológica del espacio y el tiempo humanamente habitables. Cuando Sófocles declama con patetismo que no haber nacido es la mayor de las venturas, y una vez nacido, lo menos malo es irse por donde uno ha venido, entonces ya no queda mucho por pensar y tampoco se le ve un fin tolerable a la existencia humana. Quien con un anhelo rayano en la hybris pretende encajar su existencia fenoménica presente en el marco de las verdades metafísicas universales- que de algún modo son innegables- está logrando exactamente lo contrario, a saber: vaciar su existencia temporal de toda consistencia. Y ello porque frente a la apisonadora de la historia, frente a la estructura en último término indecible e incógnita de la naturaleza humana y, en fin, frente a todo aquello que como estructura natural, social o histórica trasciende la singularidad por ser ello mismo espacio del común, frente a todo esto las capacidades y potencias del singular prácticamente no son sino humo.Quien juzga con los criterios de lo universa el tempo finito en el que se desarrolla la inmediatez de la experiencia, no puede sino denunciar el mundo temporal como una perversión del mundo de la verdad, o bien, al estilo del Eclesiastés, como un 'vano correr tras el viento'. Provisto de semejantes artilugios ópticos, el metafísico puede denunciar desde su atalaya la vanidad de todos los actos humanos, como bien de hecho hacía Marco Aurelio. No hay empresa humana exitosa desde el mirador de la trascendencia; y ello porque la mirada ofrecida por esta lente tiene a disolver los entramados concretos de sentido en un continuum sin fin desprovisto de propósito o dirección. Nuevamente se trata aquí de una cuestión de óptica; privilegiar el punto de mira de la trascendencia es tomar partido por un muy determinado marco de comprensión. Denunciar que los acontecimientos decisivos de la historia son al fin y al cabo fracasos de la razón o la naturaleza humana y, a continuación, concluir que la existencia humana es un estéril despropósito, es lo mismo que hundir la cabeza bajo los brazos solo porque en el orden astronómico no se ve un cauce que otorgue sentido a la vida y los actos humanos. En efecto, tampoco desde el punto de vista de las estrellas, son las conquistas de Alejandro o la construcción del Imperio Romano sino un estúpido rumor perdido en el tiempo infinito del cosmos. Pero nuestro tiempo y su sentido pertenecen a aquel mundo, no a éste, aunque a veces nuestro entendimiento- y esta es la clave de la aporía con la que comenzábamos nuestra reflexión- se quede dramáticamente anclado en el topus uranus, y luego se olvide de cómo regresar a su hogar natal.