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De cómo el mundo es un pañuelo
unto a la casa en ruinas había un pozo todavía en uso. Es una de las características de aquellas gentes: el respeto a los demás. En otros lugares hubieran cegado el agujero antes de abandonar la casa. Y en otros, hubieran vallado la propiedad para que nadie se hubiera servido ni de ella ni del agua. Por ley natural, el agua es de todos, ni de los lugareños ni de de los propietarios de las fincas por donde discurre. Por eso me molestan los problemas que surgen cuando se habla de trasvases, por ejemplo. Si hay escasez del preciado líquido habrá que racionarla, pero siempre repartirla con equidad. Aunque nuestra idea era descansar, esta ocultaba el retardo de nuestra llegada a Fez. Dimos unas vueltas por Zebzat que, aun siendo una aldea agrícola, no estaba desparramada, sino concentrada en un pequeño núcleo urbano alrededor de una alcazaba que otrora nos hubiera impresionado de no haber visto Merzouga. En nuestro caminar era notoria la falta de ganas, aunque no era en realidad desgana, sino matar el tiempo sin saber qué hacer. Conseguimos que el sol decidiera ponerse y nosotros decidimos recogernos en aquellas ruinas para cenar y dormir. Nos costó conciliar el sueño.
Oí como Adama daba vueltas bajo su manta, igual que hacía yo. Incluso se levantó a orinar dos veces y por lo que escuché sin mucha necesidad. A punto estuve de incorporarme y proponerle charlar un rato hasta que nos bendijera el sueño, pero, como sabía que diálogo iba a haber poco, terminé por aplicar el remedio casero de mi abuela Mayifa cuando en nuestra choza se iba el sosiego por la llegada de un Mbo borracho: “Dikembe, tú cierra fuerte los ojos y las orejas y piensa en cuando seas un guerrero”. Y funcionaba porque la violencia era ajena a mí. En cambio, aquella noche la desazón estaba en mi interior, había sustituido al cansancio que no habíamos acumulado durante el día. Así que, por mucho que cerrara mis cinco sentidos no conseguiría aislarme del desasosiego porque estaba dentro de mí. Por supuesto terminé dormido, como mi amigo, aunque no sé quien cayó antes. Cuando me levanté, él ya estaba en danza. Y lo extraño es que me esperaba. Quería hablarme: «¿Dikembe, no sería mejor apretar el paso y quitarnos esto de la cabeza?». Que me hablara antes de desayunar casi me causó un ictus. No, es una exageración irónica con tintes de broma. Sí, tenía razón, no podíamos caer en un pozo de comodidad cuando estábamos tan cerca de alcanzar la meta. Desayunamos, recogimos las mantas y sin decir una palabra más dejamos atrás la casa en ruinas. Caminamos con rabia. El paso que cogimos nada tenía que ver con el del día anterior. Era una lucha para no dejarnos ir y quedarnos a las puertas de donde, curiosamente, deseábamos llegar. No es que voláramos, no, pero andábamos a trancos. Cada zancada nos alimentaba la ilusión que parecía perdida, pero que en realidad simplemente dormía. Cada poco cogíamos el relevo del otro, hecho que jamás se había producido antes. Siempre uno iba a la cabeza y el otro, un par de pasos retrasado, le seguía. Pero ese día cambiábamos la retaguardia constantemente. Uno tiraba del otro y viceversa. Era nuestra forma de demostrarnos que cualquier miedo se había quedado bajo aquellos escombros. Por ello, cuando llegamos al siguiente pueblo, pasamos de largo, así que no puedo contarte nada de Midelt, salvo que se parecía a las aldeas anteriores. Según el mapa, la siguiente con la que tropezaríamos sería Ait Toughach, pero como no sabíamos interpretar la escala no podíamos calcular la distancia, aunque en el mapa aparecían todas muy juntas. Además, al contrario que en otras ocasiones, no hablé con nadie, ni pregunté. Si alguien hubiese reparado en nosotros, se hubiera preguntado de qué huíamos. Nadie nos perseguía, éramos nosotros quienes íbamos detrás de un sueño que, ahora sí, veíamos exequible. De alguna manera, aquella galbana, ya abandonada, se debía a la relajación que las buenas circunstancias del viaje nos habían permitido. Desde que habíamos dejado atrás la dureza del desierto, avanzar se había hecho más cómodo, si es que este adjetivo cabe en estas andanzas y en el itinerario. También se había sumado el golpe que recibimos al haber dejado atrás también a nuestro amigo Hamal. Pero en aquellos momentos en los que al mirar atrás veíamos las montañas con los picos nevados, nos sentíamos seguros aun sin él. La naturaleza ya no era un enemigo, sino un aliado. Y lo sería hasta llegar a otro mar, este de agua y no de arena. Ese era el marco perfecto para que se desatara una tormenta adventicia porque natural era imposible por la falta de nubes. Después de entrar en Ait Toughach se produjo el primer relámpago y comenzó la tormenta en mi interior. El fogonazo y el estruendo, que me afectaron a mí únicamente, me dejaron paralizado amén de sordo y mudo, pero no ciego del todo. Contra esa blancura cegadora se dibujaba una figura tan temida como conocida. No podía creer que tuviera ante mí a Abu Dharr, el cabecilla de los terroristas para quienes había interpretado el papel de muecín. Al retirarse el efecto del shock y volver a ser dueño de mí mismo, observé que no estaba solo. Reconocí a alguno de sus secuaces, guerreros de Alá, que antaño fueron ficticios compañeros de armas. No solo deseé que la tierra me tragara, también que se los tragara a ellos en otro agujero distinto y más profundo. Cuando reaccioné grité a Adama: «¡Corre!». Y corrimos. Y como todo lo hacía bien, conseguí llamar la atención de tout le monde. Por allí nadie corre, todo el mundo anda como si le sobrara el tiempo. No como aquí, que parece que no haya una vida para hacer las cosas. Ya sabes qué opino de tus prisas siempre apuradas. Como te digo, por aquellas calles no corría ni el aire. Teníamos dos ventajas. Una, yo les había visto antes. Y dos, nuestra relación no estaba jerarquizada. Si bien, había una tercera que yo creo que fue la responsable de que pusiéramos tierra de por medio: Éramos más jóvenes. No es que fuéramos Usain Bolt, pero dos gansos de uno noventa tienen piernas y corazones que les permiten dar zancadas de metro y medio sin ninguna dificultad y una detrás de otra. Y si bien la adrenalina solo saturaba mis venas, Adama al verme correr de aquella manera, no la necesitaba. En un momento determinado nos encontramos en un callejón sin salida. A los lados casas y enfrente una pared de adobes. Nos miramos, y gracias al tiempo y las peripecias pasados juntos, supimos qué hacer. Y tuvimos más suerte que quien fue a buscar notoriedad y se encontró con la presidencia de una nación. Cuando caímos del otro lado del muro no nos recibió la tierra, sino el forraje recién cortado que trasportaba una carreta. El carretero lanzó un largo “so” para que
pararan los bueyes y miró hacia atrás. Yo le miré, él me miró y como si no hubiera pasado nada, aguijó a los animales para que siguieran camino. Tanto Adama como yo, buceamos hasta las tablas del carro y, aunque un poco incómodos por los picores, nos sentimos un tanto seguros. ¡A ver quién nos encontraba allí! Y, al final, hasta se nos hizo largo el viaje. De modo que antes de llegar a destino, asomamos los dos la cabeza con la boca llena de hierba. Habíamos salido de Ait Toughach sin saberlo y como siempre en modo huída. Saltamos al camino y grité unas gracias al carretero que, sin volverse, las contestó al levantar la mano libre de la aguijada. Nos sacudimos las briznas que pudimos y nos miramos con una sonrisa tensa. Pero se conoce que ese día estábamos más conectados de lo normal porque los dos debimos pensar lo mismo: Vaya estupidez bajarse del carro, ¿no? Y corrimos de nuevo. Esta vez no tomamos el carro por arriba, sino por detrás. En él nos sentamos de sendos brincos. Tampoco asustamos mucho al carretero, porque ni se volvió. Solo expresó la idea que habíamos tenido nosotros: «¡Hay que ser tontos!». No te he dicho que nuestro salvador era un muchacho más niño que nosotros que al llegar a una encrucijada de caminos, se volvió y nos preguntó: «¿Hacia donde huís?». «Fez», tuvo la amabilidad de decir Adama. «Entonces, por ahí». Señaló y arrancó hacia el otro lado. Saltamos a tierra y antes de pisarla oímos un “¡Suerte!” que ambos agradecimos. Yo que no tenía todas conmigo le dije a Adama: «No estaría de más correr otro trecho». Cuando los pulmones no me daban más paré, me doblé sobre mí mismo y esperé a mi amigo. No tardó en llegar ni en preguntar entre sobrealientos: «Tú dirás». Y le conté según andábamos y recuperábamos la respiración. Cuando acabé, me lanzó una pulla: «No sé porqué he corrido, a mí no me conocían». Alfilerazo que yo interpreté como una broma irónica, más que nada por su gesto final. Nos alejamos de la pista de tierra pero no nos cundió mucho. No es lo mismo correr por un camino ya pisado que por las piedras y a tras campo. Adama, se debió percatar y sin decir ni mu, volvió al camino llano. Dudé un momentín en seguirle. Cuando llegué cerca de él, le vi intentar parar a un camión cuyo conductor le hizo el mismo caso que a mí: ninguno. Eso ocurrió varias veces más. En esto que vimos venir de lejos desde Ait Toughach, a los que iban no les hacíamos señas lógicamente, una nube de hatos de tela sobre la que se desplazabauna docena de personas o más. Como avanzaba lentamente hasta pudimos observar que solo se veía la cabina del camión. De sus lados, aparte de los hatos, colgaba todo tipo de enseres, hasta una bicicleta. Antecedía a otra nube negra que escupía por detrás y que envolvió varias veces a los pasajeros de la caja del camión. Le hicimos señas, pero de nuevo sin éxito. No se detuvo. Y Adama debió pensar que no era necesario que se parara, así que esta vez fue él quien, al sobrepasarnos el vehículo, dio la orden de correr. Según nos acercamos al bulto de enseres envueltos en humo varias personas nos saludaban y nos animaban. Solo le oíamos porque los gases no nos permitían ni ver, ni respirar. Fui yo el primero en alcanzar el camión. De un salto me agarré a un bulto y busqué con la otra mano algo más apropiado para aferrarme y trepar. Una cuerda me sirvió para ello. Antes de llegar a la cima de la tongada unas manos amigas se extendieron sobre mi cabeza. Yo agarré la primera que pude y culminé el esfuerzo. Al poco Adama me acompañaba. Cuando eché un vistazo, me sorprendí al ver la cantidad de personas que anidábamos allí. Intenté contarlos. Éramos lo menos veinte entre niños, ancianos, mujeres y hombres. Eso sí, todos sonrientes. Di las gracias en francés, en árabe y en tuareg. Si hubiera sabido hablar mil idiomas, mil veces hubiera agradecido. Al rato, cuando encontramos un hueco donde aposentarnos, ya nadie nos miraba. De pie, como algunos iban, se corría peligro de desprendimiento. No por la velocidad, sino por los baches. Pero aquellas personas se divertían, sobre todo los críos, sin ver el peligro del que tampoco les advertía nadie. Miré hacia el pueblo que habíamos dejado atrás a toda prisa y no le pude encontrar ya con la mirada. Pronto conocimos a algunos de los compañeros con los que haríamos la excursión discrecional. Y pronto notaríamos la molesta humareda del gasoil al mal quemarse en el viejo motor. Cuando empujaba el viento a favor la lentitud del camión permitía que los gases nos alcanzaran. De hecho, cuando la brisa se calmaba, no se nos movían los turbantes aunque nos movíamos hacia delante. Pero era mejor que caminar, aunque no se ganara mucho más terreno. Hoy, esa sensación la puedo comparar a aquella que imaginaba cuando leía que Aladino volaba en su alfombra. Aunque mis pulsaciones volvían a la normalidad, tanto el susto inicial como el miedo todavía circulaban por mis venas y palpitaban en mi corazón. Mi amigo, frente a mí, me buscó con la mirada inquisitiva y le grité: ¡Los guerrilleros! y noté cierto desahogo. Me oyeron todos, pero solo me entendió él porque una parte de los demás se puso a buscar con la vista por el horizonte. Pero al volver la normalidad, los compañeros ya no nos miraban igual. No puedo decirte si mejor o peor, pero sí de manera distinta. Otra vez me pareció que la verdad no me ayudaba mucho. La cara de Adama era de sorpresa. El mismo desconcierto que yo mismo había sentido al ver a Abu Dharr. De igual manera pronto se le cambió al rictus y el temor ensombreció su semblante. No sabía la distancia que nos separaba de Ait Toughach, sin embargo estaba seguro de que no iba a dejar de mirar atrás hasta no haber cambiado de continente. Ya no me sentiría seguro en ninguna aldea africana. Puede ser que en otro momento más favorable que aquel, y en este que vivimos, hubiera sido un refugiado político, pero los periodos de bonanza en este sentido será difícil que vuelvan, a juzgar por los resultados de las elecciones en el mundo libre. Al respecto, cierto es que olvidamos la historia de la misma manera que preterimos nuestros orígenes. Las crónicas demuestran como cualquier cultura dominante ha sucumbido al unirse su decadencia a la fuerza de otra cultura, tan legítima como la agonizante. Como ejemplo te pongo la Conquista del Nuevo Mundo. No solo se impuso allí un dios, una lengua, una arquitectura y unos valores, sino también unas enfermedades. Ellos, en cambio, los conquistados, no impusieron nada. Nos hicieron conocer el tomate, las patatas y el maíz, entre otras cosas importantes. Bien es verdad que todavía subsisten retazos de algunas de aquellas civilizaciones, menos mal. Otras se han barrido por completo al producirse migración, más bien invasión, de europeos, aparte de masacres como la Conquista del Oeste. ¿Pensarían igual aquellos indígenas de los emigrantes que llegaron en barco de lo que piensan los europeos de los que llegan hoy a sus costas en pateras por huir de situaciones límites y no por medrar, como los llamados colonizadores? Es curioso, al menos para mí, hasta el uso del lenguaje. Mientras unos “civilizan” un continente otros “invadimos”. Pacíficamente eso sí. Si los que llegan hoy al Viejo Continente llevan en la cabeza las mismas ideas que llevaron los colonos al viajar a las Indias, sí sería lógico tratarles como se les trata. Pero me da a mí que no, que ningún sirio, subsahariano o rumano pretende encontrar El Dorado en Europa, ni cambiar espejos por oro. ¿O no? Eh bien, c'est ça, mon ami.¿O acaso es que la egalité y la fraternité llegaron después, en 1789? Será. Y he escrito en impersonal, y no en segunda persona, por respeto, porque creo que los africanos también sufrimos entonces, y ahora, vuestra “colonización” y porque parte de nuestras culturas se mantienen vivas también en América, llevados por los esclavos que españoles y portugueses “exportaron” a aquellas tierras que demandaban mano de obra de barata. ¡Y tan barata! Jamás he oído hablar del aborigen europeo, sí del australiano, del americano, del asiático y del africano. Será, supongo, porque en Europa no existen o porque la historia la escriben los ganadores. Y que nadie me contradiga con los triunfadores estadounidenses, porque esos ganadores también son de estirpe europea. Les pese o no, son hijos de emigrantes que rechazan a emigrantes. Sus apellidos lo confirman, ¿o alguno se apellida Toro Sentado? Eh bien, c'est ça, mon ami.
Razones no le sobran a Dikembe para expresarse así, desde luego. Sus ejemplos son, para mí, incuestionables. Los países quieren defenderse contra el terrorismo islámico y es los suyo. Pero negar la entrada a cualquier persona de origen musulmán es una barbaridad. Pensar hoy en día que cualquier ciudadano de un país islámico es un yihadista, es lo mismo que pensar que toda mujer musulmana lleva el velo obligada. Pocos saben que en Irán hubo una ministra antes de que la zona fuera geopolíticamente importante y bastante antes de que la señora Tatcher llegara a ser primera ministra, para desgracia de los mineros británicos. Yo no soy analista político ni lo pretendo, pero no hay que olvidar que realmente, la primera vez que se habla de islamistas insurgentes es en la guerra fría, cuando la URSS mete las narices en la guerra civil afgana, en 1978. Esta ingerencia hace que los EEUU y Arabia Saudí apoyen a los muyahidines (nacidos en 1970), que, curiosamente, son yihadistas. Esos dos países envían gran cantidad de dinero y armas a estas tropas. Lo que luego, como todos sabemos, se volverá en contra de ellos con el pasar de los años, sobre todo de USA. Algo parecido ocurrió con Been Laden. Hay muchas diferencias entre los cuatro grandes facciones musulmanas: en su mayoría Suníes, Sunitas, Chiítas y Chiíes. Hasta el punto de estar en guerra entre ellos. Realmente quienes más sufren el terrorismo islámico son los musulmanes de bien, que los hay, y muchos. Eso no hay que olvidarlo, aunque, normalmente, los medios de comunicación hacen hincapié en las noticias referidas a los asesinados en nuestro mundo. O en Turquía, como mucho. Otros, más lejanos, les ocupan menos. Me he extendido un poco para defender que lo vivido por Dikembe en su edad adolescente es viable, aunque entiendo, a mí me pasa también, que cuando ubicamos en el tiempo la lacra mundial del terrorismo islámico lo hacemos en el momento de los atentados de las Torres Gemelas, por lo que supuso y por la propaganda.Todo este rollo te lo he soltado porque no sé quien se cree que es el europeo. Vosotros sois mestizos. Descendientes de los aborígenes africanos que tuvieron los cojones de buscar nuevas tierras. Ellos se arriesgaron a viajar más allá de lo conocido para encontrar comida y no para hacer su agosto. Normalmente los sistemas se corrompen y luego reciben un golpe desde el exterior o el interior que los desintegra. Y no siempre es mejor lo que viene que aquello que se fue o viceversa. No estoy seguro de que ni tú ni yo nos veamos dentro de una nueva cultura o de que estemos inmersos en un cambio cultural y no nos estemos dando cuenta de ello. Lo dudo porque a mí no me cuadran las cuentas e intuyo que algo o mucho cambia a mi alrededor. Y no solo por la influencia de Internet. Llegará un día en que nos obligarán a asumir otros valores de los que vivimos en tu Europa, moles más grandes han caído. Salvemos, si estamos a tiempo, lo bueno de las democracias desdibujadas y corruptas que buscan el equilibrio en lo inestable. Hitler aprovechó unas circunstancias históricas para hipnotizar a todo un pueblo con ayuda de la radio y de unos pupilos que sus madres abortaron y, porqué no decirlo, con el consentimiento de unos enemigos que, al final, pagaron un precio desmesurado por no parar los pies en su momento al dictador asesino. Nadie creyó que esta gente fuera capaz de tan tamaña animalada. De la historia hay que aprender que no nos queda más remedio que actuar a tiempo, porque todavía y por desgracia abortan muchas mujeres. Como habrás leído en esta, te cuento más de mis pensamientos recientes que de mis andanzas pretéritas, así es que sigamos con ellas. Subidos en el camión, cruzamos sin parar otra aldea que, según anunciaba un cartel era Zaida. El nombre en ára-be también aparecía en primer lugar. Tuvimos que parar dos veces a causa de los animales que, en rebaños, transitaban a su antojo por las calles polvorientas de Zaida que, tras nuestro paso, no mejoraron porque al polvo se unió el humo del tubo de escape. Desde nuestra atalaya móvil, saludamos a una muchachada que, cual coro discorde, nos devolvía el detalle con gritos y movimientos de brazos y manos. Otros, más tarde y mayores nos apedrearon. Su juego causó un herido leve entre los viajeros. El hombre sangró un poco por la frente y se olvidó de la travesura que nadie corregiría. En el fondo, un camión cargado de miserias, es un objetivo al que resulta tan fácil saludar como apedrear. Si era triste que anduvieran días iguales persiguiéndose, más funesto fue cuando aparecieron las sorpresas que, las más de las veces, se convertían en traspiés. La frase subrayada es del gran poeta chileno Ricardo Eliécer Neftalí ReyesBasoalto, más conocido como Pablo Neruda, y define, para mí, la rutina. Mis días solo fueron así cuando me encontré solo ante un desierto que, por mucho que pueda extrañar, me ofreció la vida. Durante esa época sí que anduvieron días iguales persiguiéndose. En mi caso fueron para bien, pues, en mi pensamiento de niño, me alejaba del mal y pensaba en llegar a un lugar donde ni violaran a mis no hermanas, ni mi no padre se emborrachara y en el que mi no madre, sino abuela, se tuviera que prostituir para dar de comer a sus hijas, a su madre y a su nieto. Bien es verdad que quien me perseguía era un fantasma, ¿pero acaso no huimos todos de los nuestros? Por otro lado, tampoco sabía que una utopía se formaba en mi cabeza. ¿Pero, en el fondo qué son los sueños? Yo, al menos, los tenía porqué estoy seguro que dejé atrás a otros muchos que ni soñaban , ni comían, y que morían como moscas tanto de lo uno como de lo otro. Y como no siempre es un camino de rosas por el que discurrir, justo al salir de Zaida y de que nos lanzaran las piedras, el motor del camión dijo que hasta allí había llegado. Con un ruido bronco, que todos oímos y notamos, acabó de servir para algo y, aunque el vehículo avanzó unos metros, terminó por pararse al pie de un repecho. Muchos compañeros curiosos echaron pie a tierra para no perderse ni ripio de lo acontecido. Ahora el humo salía por debajo de la cabina y no por el tubo de escape del camión. Lo poco que pudieron ver fue lo mismo que aquellos que nos habíamos quedado arriba. El conductor, al levantar el capó dejó libre una nube densa de humo negro que, durante unos segundos, impregnó nuestras pituitarias de un olor desagradable y desconocido, al menos para mí. Después, como un recordatorio de la muerte del motor, este soltó un estertor y una columna del mismo humo y vapor de agua se elevó con dificultad hacia el cielo en el que algunas nubes rompían su azul. De la misma manera también se convirtió en humo el deseo de muchos de llegar a Fez con sus enseres. Al poco, si no antes, quedó claro que el viaje motorizado se había acabado. Bajamos el resto a la carretera y, al ver los gestos del chófer que, cruzado de brazos se recostaba contra el cadáver, dejaba claro que aquel viaje se había terminado. Y asistimos a dos escenas, al menos, curiosas. Una violenta y otra conformista. Voy por partes. La violencia se desató al exigir muchos viajeros la devolución del importe del billete, boleto que nadie esgrimía, pagado hasta Fez. El pobre chófer no se defendía de los leves empujones que recibía y que no le causaban problemas porque estaba apoyado en el camión. Eso sí, gritaba a su vez que a él todavía no le habían pagado y que había perdido el camión, con lo que se reveló como propietario de la avería. Después del primer impacto de la impotencia en la voluntad de los paganinis que se sentían estafados, saber que el camionero estaba en igual o peores condiciones que ellos, hizo mella en su rábido espíritu y atemperaron un tanto sus humos y formas depredadoras. Creo que por eso no llegó la sangre al río. Y porque alguien, con buen criterio, gritó que cuanto antes se pusieran en camino, antes llegarían. Aunque no todos podían. Y así llegamos a la escena acomodadiza, digna también de animales, en este caso caracoles. Y verás porqué. El reparto de los objetos y hatos comenzó. Estos últimos envueltos en sus telas con su correspondiente nudo del que se manejaban, volaban hasta las manos de sus propietarios desde la cresta del camión. El acontecimiento era digno de ser contemplado. Los únicos que partimos sin peso fuimos nosotros. Y lo hicimos los primeros porque nada teníamos que cargar ni reclamar. Según nos alejábamos me preguntaba qué puede llevar uno encima cuando se busca una oportunidad. Bastante llenas llevas las alforjas como para sumar el peso de los pocos bienes poseídos. Aunque hay quien se adhiere al refrán: Benditos mis bienes que mis males remedian. Pero muchos bienes no pueden llevarse encima, salvo que sean joyas, porque los inmuebles… Debido al estorbo del equipaje y demás, más de uno iba a soportar el peso de dos. Como te digo, ya les observábamos desde cierta distancia. Volvíamos la cabeza y a nuestra normalidad. Si los días iguales seguían persiguiéndose, no te digo nada de los pasos que habíamos dado, dábamos y daríamos. Si bien es verdad que tanto el tiempo como el movimiento nos acercaban a nuestro destino, también es cierto que podían sumirnos en un pozo sin fondo. Llegamos los primeros a Boulaajoul y supimos que nos quedaban 170 kilómetros hasta Fez, según rezaba un cartel pintado en la fachada de una casa encalada. El dato nos decía poco. Miramos atrás pero no vimos a ningún caracol. Solo las nevadas montañas que tanto nos impresionaron ante las que quedamos admirados. El
Atlas se alzaba majestuoso y nevado. De allí veníamos y volvimos a sentir el frío. El falso llano nos engañó. Al ver las calles empinadas como se cerraban en curvas sinuosas fuimos conscientes de ello. Y como lucía el sol, cientos de prendas multicolores intentaban levantar el vuelo como grandes pájaros tropicales para unirse a las nubes que, por su lejanía, no amenazaban a nadie. En contraste con las casas de piedra que trepaban por la pendiente, las palmeras, los pequeños huertos verdes y la tierra roja. Y esta herida por el azadón de los primeros pobladores que hogaño se mantenían tan limpias y rectas como antaño. Las acequias, solución perfecta para domar el agua que bajaba de las montañas, servían para hacer parir la tierra con aquello que conducían. Eran las mismas que los árabes, al conquistar el Levante español, construyeron durante los ocho siglos que anduvieron por la península, donde también dejaron infraestructuras, palabras, músicas, bailes y demás restos culturales que todavía hoy contemplamos y disfrutamos. Vimos dátiles en las palmeras y, entre las casas, gran número de animales de carga, en su mayor número burros y algún camello que otro. Pero mi recuerdo es de muchos burros, más que personas en una primera impresión. Por lógica, acabamos en la plaza y yo esta carta por cansancio. Sé que me pongo tarde a escribirte pero, por algún motivo, necesito un recogimiento que no encuentro a otra hora para hacerte estas confidencias. Cada uno es cada cual y como dice el cantor: Baja las escaleras como [y cuando] quiere (1). Un saludo,
(1VG) [↑][Volver] Dikembe se refiere a la canción Cada loco con su tema (1983) de Joan Manuel Serrat, cuya letra dice: “…/cada uno es como es,/ cada quien es cada cual/ y baja las escaleras como quiere…/”
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