Aunque este relato pertenece a la narración que es objeto principal de este blog, este capítulo participa en el VadeReto de Junio de 2024, cuyas condiciones se encuentran en este enlace. Es cierto que en el reto a quien tiene que leerle la buenaventura la adivina es a mí, pero creo que va a ser mucho más interesante la lectura al arquero que la que me pudieran hacer a mí.
Así, seguimos con el relato, después del ataque pirata al barco La Perla Dorada del Sur en el que viaja el arquero Andrasio...
Andrasio se sentó en cubierta. La herida del brazo le dolía muchísimo y tenía el vendaje con sangre. Parecía que la herida se había vuelto a abrir. El esfuerzo que había hecho disparando las flechas de brea le había impedido darse cuenta de ello hasta ahora.
El cielo, aunque la lluvia había cesado, seguía embotado, amenazando tormenta otra vez: aquel color oscuro, casi negro, era lo que presagiaba. "Pero no se desencadenaría aún, ha refrescado bastante". Sin embargo, bien sabía él, como isleño, que en el mar las condiciones climáticas podían variar sin muchos prolegómenos.
El capitán del barcó se acercó a él y, al verle su vendaje con manchas de sangre, ordenó a dos marineros, de los que jugaban incansablemente a las cartas en cubierta, que lo condujeran a uno de los camarotes libres, mientras mandaba a otro a buscar al médico. Los peligros del mar no sólo eran los piratas quienes podían atacarlos en aquella inmensa extensión azul: la disminución drástica de los voluntarios que se ofrecían como marineros era patente. Mucha gente, al percibir un empeoramiento de la seguridad, había optado por esconderse, incluso lejos de vías de comunicación, en un intento por pasar desapercibidos.
Había comerciantes preocupados por aquellos acontecimientos, pero, con el tiempo, algunos de los más críticos con otros por "huir del peligro" acabaron siguiendo sus pasos.
El capitán, con más de 30 años de experiencia en el mar, seguía siendo un hombre aún joven y fuerte. El parche en el ojo era simplemente el precio que había tenido que pagar a la mar, sin duda su amante más traicionera, que siempre pagaba mal a quienes más la querían y en su caso, se había llevado su ojo izquierdo.
Sin embargo, el ejercicio en el barco, sobre todo el que necesitaba hacer en las tareas cotidianas, le habían hecho fuerte y resistente. De hecho, aún estando próximo a su 50 cumpleaños, seguía teniendo tanto vigor como jóvenes a los que doblaba la edad.
Andrasio, que aún no había cumplido los 20, era para él eso mismo: sólo un crío muy hábil con el arco, incluso demasiado para su edad. Había que reconocer que había tenido suerte al encontrarlo. En cuanto le vio, entendió sus posibilidades y las que aquel muchacho le ofrecía. Por eso, no quería que perdiese el brazo, aunque si algo tan terrible llegase a sucederle, conocía un herrero que le podía hacer un apaño para ese brazo. Eso sí, tendría que aprender a tirar con el otro brazo y, si era completamente zurdo, aquello sí podía suponerle un problema. Todo ello le vino a la mente de golpe; tan reducido fue el espacio de tiempo en el que pensó todo eso, que aún no habían llegado a la escalera por la que bajarían al herido a descansar.
El camarote no era muy grande pero estaba limpio y tenía un aspecto confortable y suficiente longitud para permitir a Andrasio estirarse en cuanto le pusieron en el sencillo catre. De inmediato, el médico, un individuo de apariencia ratonil, cabello ralo y que lucía unos quevedos oscuros, apareció con una especie de maletín en el que llevaba sus ungüentos y utensilios.
Llegó rezongando que le había advertido a aquel crío que no debía hacer movimientos bruscos. Obviamente los había hecho al disparar las flechas y este era el resultado. Hábilmente cortó el ventaje y llegó a la herida. Después de revisarla a conciencia vio, que, aunque se había abierto, no había signos de infección, por lo que volvió a vendarla, una vez que había terminado el examen. También le tocó la frente y comprobó que no la tenía caliente. No parecía pues que aquel joven tuviera una descompensación de humores que tan grave solía ser para el cuerpo.
- Necesita dormir - dijo, al final, mientras salía de la habitación tan rápido como había llegado.
El resto de los que estaban en aquel camarote, salieron en silencio, dejando a Andrasio, en los primeros momentos de un sueño reparador que duró varias horas. Cuando despertó, su primera reacción fue de miedo, casi terror: pensó que le estaban reteniendo los piratas. Luego se miró el vendaje, limpio y sin sangre y entendió que no le habían capturado. Se acordó entonces vagamente de la visita del médico y de que este había dicho que necesitaba dormir, aunque le parecía irreal, pero al final se había dormido y muy bien.
Se levantó del catre y miró por la pequeña escotilla de su camarote y vio que estaba justo debajo de la cocina, a proa del barco, lo que hacía que llegase un suave aroma a pescado cocinado, obviamente disminuido por el propio olor del mar a su alrededor. La tormenta había pasado, así que decidió subir al castillo de popa donde era posible que encontrase al capitán, al ser donde estaba situado el timón de aquel barco.
Ella sabía leer la mano, aunque a veces no acertaba.
- Me alegra que os hayáis podido levantar - dijo el capitán.- Es una buena señal.
Andrasio sonrió:
- Sí, parece que sólo estaba un poquito cansado - se miró el brazo-. Ya veo que me han cambiado las vendas.
- Sí, el médico, Gervísao, lo hizo. Es muy buen médico, así que puedes estar tranquilo, muchacho. Nos dirigimos hacia el golfo de Esdálora, en el sudoeste del imperio. Espero poder pasar por el Estrecho de Quinarden.
Miró entonces a Andrasio con mucha seriedad, pero el joven vio que la risa bailaba en los ojos del capitán. Ahora que se fijaba, había algo sorprendente en aquel hombre, aunque no sabía si eso le tranquilizaba o no.
- Muchacho, ¿quieres que nos divirtamos un rato?
- Mientras no tenga que usar mi brazo...
- No, no creo que lo tengas que hacer: tenemos a bordo una adivina, es extranjera, de los llamados pueblos del mar. Dice a veces muchas tonterías, pero otras acierta. ¿Te gustaría que te leyera el futuro?
Andrasio rió a mandíbula batiente.
- No creo que esas cosas - repuso ante la hilaridad general-, pero como para eso no tengo que mover el brazo, me parece bien.
La mujer no debía pasar mucho de los treinta años e iba vestida de manera estrafalaria. Ni las telas ni los colores combinaban, pero le daban un aire salvaje. Llevaba el pelo totalmente suelto, sólo parcialmente sostenido por un pañuelo atado de una manera bastante extraña que tenía, además, tantas tonalidades como su vestido. Entre todo ese guirigay de colores, se distinguían una serie de adornos dorados, que, a aquella luz de la tarde ya avanzada, parecían ser de la misma tonalidad que los enormes pendientes de oro, la amalgama de pulseritas que llevaba en cada muñeca, también de oro, y las pulseritas con cascabeles que llevaba en los tobillos. El escote, pronunciado, había provocado más de un suspiro entre la tripulación, que era casi toda masculina, a excepción de una feroz mujer, a pesar de su aspecto delicado que iba en otro de los camarotes. El pelo, negro azabache, sorprendía por su tonalidad que azuleaba bajo el sol. Pero Andrasio no se fijó en nada de eso: sólo en aquellos ojos de tonalidades diferentes, que brillaban de una forma extraña a la intensa luz solar. Tanto se fijó en ellos, que acabó mirando con cara de bobalicón y dejó abierta la boca durante más tiempo del necesario.
La mujer se paró delante de él y preguntó al capitán:
- ¿Eh ehte el mosito al que tengo que leehle la buenaventura?
La voz tenía un cierto matiz de estridencia que la hacía un poco desagradable y el característico deje de los pueblos del mar al hablar el idioma sinardo.
- Sí -repuso el capitán-, a mí me interesa si se le va a curar el brazo.
- No, no, no, yo sólo rehpondo preguntah del mosito, que eh al que le voy a leer la mano.
- Está bien -dijo Andrasio, divertido-. Creo que yo también estoy interesado en la misma pregunta.
Cogió la mujer el taburete que le habían traído a aquel lugar de la cubierta y lo acercó a Andrasio, a quien cogió la mano sin muchos miramientos y entonces se levantó de un salto y pegó un grito. Se levantó y se arrodilló con la cabeza pegada al suelo. Todos los presentes se miraron sin entender mucho lo que pasaba. Andrasio hizo un gesto diciéndola que se levantara, así que esta vez, de forma mucho más respetuosa, le volvió a coger la mano:
- Mosito, tieneh una vida poco usual de aquí en adelante. Tuh comiensos fueron duroh y hahta ahora todo ha ido cuehta arriba. Pero veo cosas muy importantes en tu dehtino. Aún te queda una prueba mah que superarah con "ésito". Veo que vah a ser alguien muy importante anteh de que cumplah loh treinta, relasionado con la mah importante marina del mundo. Si lo que te digo no se cumple, yo no he sido nunca adivina.
A Andrasio le entró la risa: eso no era posible. Él carecía de experiencia en el mar y además, se había subido a aquel barco mercante sólo para escapar del castillo en llamas. Se levantó y dijo:
- Capitán, me parece que esta es una de las veces en que esta adivina no ha acertado con su pronóstico. ¿Dónde puedo comer algo? Me muero de hambre.
La mujer, muy enfadada, se fue deprisa de cubierta hacia su camarote, mientras el capitán acompañaba a Andrasio a comer algo que lo que había preparado ese día el cocinero.
Uno de los marineros miró hacia el horizonte: tanto él como el capitán sabían que esta vez era poco probable que la adivina se hubiera equivocado. Habían hecho bien en dejarle subir a la nave. Era necesario llegar lo antes posible al Estrecho de Quinarden: con mucha probabilidad, aquel joven era el que habían estado esperando.