Una jauría de lobos no se molesta en perseguir a un ratón por el mismo motivo que una comadreja no se lanza a cazar un venado: el esfuerzo no compensa. Porque un depredador no sobreviviría si se dedicase a malgastar sus fuerzas persiguiendo presas diminutas, que apenas le aportarán calorías, ni atacando a presas tan enormes que difícilmente podrá doblegar. Por eso la evolución ha ajustado con precisión las costumbres de los cazadores de manera que cada especie se dedica a presas dentro de una determinada gama de tallas, las que le rendirán buenos beneficios en términos de esfuerzo y resultado. ¿Qué significa esto para las presas? Que las pequeñas tendrán que preocuparse sobre todo de cazadores pequeños, y las grandes de los mayores predadores. En este esquema, las presas medianas son las grandes perjudicadas, porque interesan tanto a grandes como a pequeños cazadores. Así, los lobos cazan numerosos conejos, y a veces las comadrejas capturan gazapos. Justo en el tamaño del conejo (Oryctolagus cuniculus) coinciden los fulcros de las mil palancas depredadoras del matorral mediterráneo. Su pariente, la liebre, también sufre los intereses de la mayoría de carnívoros y rapaces. Estando conejos y liebres en pleno punto de mira, ¿qué pueden hacer para sobrellevar a tanto depredador?
Los conejos han optado por la estrategia de sustituir sus bajas rápidamente, y para ello cuentan con una fecundidad proverbial. Prueba de ello son las frecuentes plagas de conejos tanto dentro como fuera de la región mediterránea, graves hasta tal punto que los antiguos habitantes de Mallorca pidieron ayuda incluso a las legiones romanas para que los librasen de una marea de conejos que arrasaba la isla. ¿Cómo logran los conejos ser tan prolíficos? Podemos entenderlo si contemplamos a esta especie como una máquina que conviertiera el pasto en gazapos. La eficacia de esta conversión reside en que los conejos son extraordinariamente buenos comiendo hierba, mejores que la mayoría de los herbívoros del mediterráneo, como atestigua el hecho de que allá donde abundan mucho los conejos no queda pasto para los ciervos ni para el ganado. Su excelencia como herbívoro le permite proliferar como pocos mamíferos, soportando así la inmensa presión de caza a la que está sometido por su tamaño mediano.
Por su parte, la liebre ha tomado otro camino, se ha tornado en maestra de la defensa en forma de huida, y la evolución ha llevado al límite su anatomía en aras de la velocidad y el quiebro. Así, la liebre europea (Lepus europaeus) alcanza 56 km/h en campo abierto, y su columna vertebral increíblemente flexible le otorga una portentosa capacidad para el regate. Sus músculos están especialmente preparados para los esfuerzos súbitos de la carrera, ya que contienen mucha mioglobina, una proteína que almacena oxígeno y tiñe de rojo oscuro la carne de liebre. Su corazón es enorme, representa el 1.8% del peso corporal, frente al 0.3% del conejo. Con la proporción de una liebre, el corazón de un hombre de 80 kg pesaría casi kilo y medio, unas cinco veces más de lo normal. Nuestra liebre ibérica (Lepus granatensis, ver dibujo), por supuesto, muestra adaptaciones muy similares a la europea.
Liebres y conejos ejemplifican las múltiples soluciones que puede dar la evolución ante un mismo problema. ¿Por qué esta divergencia? ¿Tal vez porque los conejos eran desde el principio más propensos a ser fecundos, por construir madrigueras donde crían a salvo? ¿Quizás la mayor vulnerabilidad de los lebratos hizo de la liebre la arcilla adecuada para que la evolución modelase a un velocista extremo? Sea cual sea la respuesta, la evolución de una de estas tácticas puede cambiar todo el ecosistema. Porque, si los conejos no fuesen tan prolíficos, seguramente no habrían evolucionado los grandes especialistas en su captura, es decir, el lince ibérico y el águila imperial, emblemas de la fauna ibérica. Imaginémoslo: los ancestros del conejo empiezan a excavar madrigueras para criar, y eso se traduce al cabo de millones de años en que surge el lince ibérico. Otro caso más en el que la casualidad parece decisiva en la historia de la vida.
Más sobre plagas de conejo en Species diversity in space and time, de Michael Rosenzweig (1995),