El Kalvo, Tánger, 2015. expatriadaxcojones.blogspot.com
Me comenta una conocida que la chica catalana que llevaba la guardería se va de Tánger. En dos días vuelve a España. Cuando le pregunto el motivo me responde que es a causa del marido.
—Ya no podía más. Estaba quemado. Al borde de la depresión. —¿Y eso? —Por lo de siempre, el curro. Tiene una empresa de transportes. Camiones que llevan arena, piedras y otros materiales a las obras… —¿Y? —Pues que cuando no le robaban la mercancía, los clientes le dejaban de pagar. Tenía problemas con los operarios, los permisos… lo de siempre. —¡Qué putada!
No son los únicos. Ayer, me entero que otro matrimonio, que lleva en Marruecos un montón de tiempo, también se marcha. La causa es la misma. El trabajo. O mejor dicho, los problemas en el trabajo.
Recuerdo que cuando llegamos a Marruecos un montón de gente le daba su currículum al Kalvo. Subía un vecino y le contaba que tenía un hijo que estaba buscando empleo. El del parquing lo esperaba con el currículum de su sobrina. Incluso en el parabrisas del coche le dejaban los papeles.
—Ni que me dedicara a los recursos humanos…. —decía él y nos reíamos.
De esto hace ya mucho tiempo. Ahora, las aletas de la nariz se expanden. Se contraen. Un resoplido sale silbando de sus labios. Señal inequívoca, el Kalvo está estresado. Desde que llegamos a este país pasa temporadas de bipolaridad.
Vinimos aquí por su trabajo. Una oferta que no podía rechazar. Aprendió francés en tres meses y se lanzó a la conquista del mercado. El Kalvo es ingeniero, trabaja para una multinacional. En su empresa, como sucede en todas, sólo una cosa importa y es la cuenta de resultados. Objetivos. Beneficios. Y al año siguiente, vuelta a empezar.
Pero Tánger no es Barcelona. Ni mejor, ni peor. Simplemente, diferente. Trabajar aquí tiene sus peculiaridades. En el exterior de la fábrica se pueden ver a ovejas pastando. En el interior, operarios durmiendo tras las máquinas. Los mismos que un día, sacrifican a un animal para, según ellos, acabar con un mal de ojo. Los altos cargos tampoco se escapan. Más de una vez ha pasado que el Kalvo los llame para solucionar algo urgente y ellos le respondan: “Ahora no puedo, tengo que ir a rezar”. Esto, en un sector donde cualquier parada en la cadena de producción conlleva perdidas millonarias.
El jefe, con oficina en Dubái, desconoce el panorama y el Kalvo se resigna a sufrir en silencio; como yo, las almorranas.
Estos días está buscando gente para su equipo. Ha hecho un montón de entrevistas y nada. No hay manera. Está desesperado. Primera cerveza.
—Es que los pillas enseguida…. —me cuenta por la noche mientras cenamos. —¿Por? —Porque mienten y, encima, lo hacen fatal. —Tranquilo, con tiempo y paciencia, seguro que encontrarás a alguien. —Es que tengo que presentarle al jefe tres candidatos y es imposible. A cuál peor…
No es sólo el tema de las entrevistas, luego está su contrato laboral. Segunda cerveza.
El Kalvo sufre porque le toca renovar su contrato laboral. Como está solo, debe encargarse él. Empieza la búsqueda de papeles, sellos oficiales, fotocopias compulsadas y demás. Horas y horas perdidas en la burocracia más retrógrada.
Pero no es sólo el tema del contrato. La chica del laboratorio le está empezando a cansar. Y con ella, ya van tres, igual que las cervezas.
—Es que la primera no quería dar la mano a los hombres y en nuestro sector la relación con el cliente es fundamental. —¿Y por qué no quería? —Por un tema de religión. —Ah… —Además, se pasaba el día sermoneándome sobre El Corán, la reconquista del Al Ándalus y diciéndome que España tenía que devolver Ceuta y Melilla. —Si fuera por mí, se las daba mañana mismo. —La segunda se casó. —¿Y? —El marido no quería que trabajase y nos dejó. —Vaya… —Y ahora esta… es que no da pie con bola… hace un año que empezó y seguimos igual que al principio. —¿Y por qué la contrataste? —Porque era la única que tenía coche.
Contratar personal para el laboratorio le resulta más complicado de lo que nunca imaginó. Hay poca gente preparada y la mayoría no tiene carné de conducir. No digamos coche propio. Requisito indispensable para el puesto, pues la fábrica está en las afueras y el sistema de transporte público es, prácticamente, inexistente.
Pero no es sólo el tema de la chica. También es el comercial. Cuarta cerveza.
—Es un inútil. —Lo escogiste tú. —Porque no tenía a nadie más. Necesitaba una persona y éste era el mejor de los peores. —Ya… —¿Te puedes creer que me ha pasado un gasto de sesenta euros de gasolina y en el depósito de su coche sólo caben cuarenta? —¡Qué listo! —Sí, y un gasto de cincuenta euros en pistachos —y al decirlo se pone las manos en la cabeza —.Cuando lo llamo para preguntarle qué cojones es eso, va el tío y me dice que es que tenía hambre.
Pero no es sólo el tema del comercial, otro tema es el torero. Quinta cerveza.
El torero es el operario encargado de descargar los camiones cuando llegan. De entre todos los candidatos que se presentan el más espabilado es un chico bajito, delgado y esmirriado. Cuando el Kalvo le explica que es un trabajo que exige de fuerza física, el tipo se arremanga la ropa y le enseña los bíceps. A falta de candidatos aptos, acaba por contratarlo. El problema viene para encontrarle al chico el vestuario y calzado adecuados. En las tiendas no tienen de su talla. El Kalvo empieza a dudar. Teme haberse equivocado con su elección. Ni siquiera le da tiempo a arrepentirse. El día que ha de empezar, el torero no se presenta.
Pero no es sólo el tema del torero, está también el problema de la oficina. Sexta cerveza.
El Kalvo llega a casa cargando una impresora último modelo. —Para ti —me suelta al dejarla en mi despacho. —¿Y eso? —Esto ahora es nuestro. —Ah… —Un imbécil de la oficina, que alquiló todo el material antes de tener los papeles en regla. Ahora el proyecto se ha cancelado pero no podemos devolver las cosas porque el muy capullo firmó un contrato de permanencia de sesenta meses. ¡Sesenta meses! —Le voy a tener que dar las gracias… —le digo con sorna y él me fulmina con la mirada.
Así se pasa el día últimamente, quejándose. Viéndolo todo de color negro. Resoplando. Bebiendo cervezas para olvidar. Hasta esta mañana.
Estoy trabajando en mi despacho y lo oigo llamarme. A grito pelado. Me sorprende; esto no es habitual en él. Lo busco por la casa. Lo encuentro encerrado en el baño. Los calzoncillos, en los tobillos.
—¿Me los puedes subir? Me he quedado clavado.
Se pasa dos días sin poder moverse. Cada mañana, le pongo los calcetines. Le ato los zapatos y me aguanto la risa cuando la mueca de dolor le hace poner cara de serpiente. Se le estira tanto la piel que parece un doctor de cirugía plástica de esos que salen en los realities de la tele. De esos que han experimentado en carne propia el placer del bisturí.
—Ves al médico —intento convencerlo —si no te lo miras, irás a peor.
No me hace caso. Duerme en el sofá, dice que en la cama no puede. Por la mañana, seguimos con lo mismo.
—Creo que tengo un virus… —suelta todo serio. —¿Un virus? —Sí porque antes tenía el dolor en la espalda y ahora se ha trasladado aquí —y al decirlo me muestra el abdomen. —Pero es el mismo dolor. —Como va a ser un virus… es que no lo entiendo ¿por qué no vas al médico?
Ni caso. Él sigue quejándose y atiborrándose a calmantes. Pasa un día. Y, otro. Y, otro más.
—Estoy torcido. —¿Cómo? —Que me estoy quedando torcido. Tengo el cuerpo de lado. —Qué exagerado… a ver… enséñamelo.
El Kalvo se levanta como puede del sofá. Al hacerlo se le pone cara de serpiente. Se coloca enfrente de mí, de pie, se levanta la camiseta y…
—¡Joder! ¡Es verdad!
A este paso me quedo sin marido. Espero que le venga pronto el brote positivo. Ese estado anímico en que todo lo ve como si se hubiera fumado un porrito de hierba.
—Qué bien estamos aquí, qué bien que me organizo solo, qué gustazo no tener que oír hablar de la crisis… si es que aquí estamos de puta madre ¿verdad?