“Buenrollista”. Aunque la nueva edición del diccionario de la RAE aún no recoge el término (todo se andará…), podemos esbozar, sin riesgo de error, un intento de definición. Dícese de la actitud que, aplicada a cualquier orden de la vida, proyecta sobre el objeto de la misma, una mirada amable, tierna, alejada de conflictos y violencias. “Caramel”, opera prima de Nadine Labaki, es un film que se puede mostrar como prototipo de “buenrollismo” cinematográfico, una propuesta en la que, salvo algún apunte de escasa relevancia —el episodio en que el novio de Nisrine se enfrenta con un policía y acaba detenido en comisaría—, todo (incluidas aquellas situaciones de las que pudiera derivar alguna componente negativa —preocupación, amargura, resentimiento—) destila suavidad y afecto, alrededor de un leit-motiv argumental (el amor) que, al fin y a la postre, se convierte en el verdadero protagonista central del relato.
Una opción tonal que, como cualquiera otra, depende de la voluntad del autor (en este caso, autora, dado que Labaki asume la triple condición de directora, guionista e intérprete principal —demostrando, por cierto, que, además de talento, goza de una belleza física impresionante—) y que, a priori, no es buena ni mala per se, y no condiciona el nivel de calidad de la propuesta: sólo la condiciona y le marca, en aras a la coherencia global de la cinta, un desarrollo formal determinado. En el caso de “Caramel”, podemos decir que sus elementos formales son plenamente congruentes con su planteamiento ambiental y temático, de modo que su caligrafía revela la misma suavidad y exquisitez que atribuimos al tono general del relato. Planificación y ritmo narrativo pausados; luces tenues, con claroscuros poco acusados; y un fondo musical en línea similar con todo lo apuntado (aunque, en mi opinión, con excesiva presencia); en suma, “Caramel” termina resultando, desde el punto de vista visual, eso que comúnmente todos llamaríamos una “peli bonita”.
¿Buena, además de bonita? “Caramel” no es, ni muchísimo menos, una mala película; su sencillez y su falta de pretensiones no la privan de calidad, y su visión diversificada de la experiencia amorosa (amplio es el espectro de relaciones afectivas que cubre en su desarrollo argumental: desde la adúltera sin esperanza de futuro, hasta la de noviazgo abocada a un matrimonio convencional, pasando por la lésbica no explícita, la platónica no confesa o la otoñal imposible), aunque teñida en todo momento de esa pátina amable a la que se ha venido aludiendo a lo largo de toda la reseña, no deja de tener su punto de encanto. Pero queda la duda de si, al fin y a la postre, no viene a resultar una de esas propuestas que, en orden a su apreciación, se termina beneficiando de ese punto de exotismo del que le dota su origen, su proveniencia de una cinematografía claramente periférica, aspecto sin el cual, quizá, habría menos benevolencia en su contemplación.
Y es que, en suma, las aventuras y desventuras de Layale, esa suerte de peluquera sin marido (y la cita no es meramente un juego pretendidamente ingenioso de palabras; no le falta a esta cinta libanesa más de un punto de contacto con el mítico film de Leconte...), y su cohorte de compañeras de andanzas laborales y sentimentales, no dejan de ser material narrativo cinematográficamente explotado en mil y una comedias románticas del Hollywood más rabiosamente mainstream: no sería justo que el hecho de que sea Nadine Labaki la que ocupe el hueco que, en otra tesitura, hubiera podido ocupar Anne Hathaway o cualquiera otra de sus compinches generacionales, dote a su film de una valoración más elevada. ¿Conclusión? Ésa se la dejo a ustedes, amigos lectores...
* APUNTE DEL DÍA: va creciendo un fuerte olor a azufre navideño en el ambiente. Más valdrá andar precavido...