He esperado con ansia la siguiente película de Ruben Östlund, después de la incisiva (aunque desnivelada) The square (2017). Y la verdad es que El triángulo de la tristeza (2022) no ha desmerecido para nada: cambia el tema, pero no el tono crítico. Si acaso, esta vez profundiza con mayor sarcasmo, lanzándolo sin piedad contra el objeto de su desprecio: los palurdos, ignorantes y ridículos ultrarricos y pastosos. Desde luego que un filme así no cambiará el mundo sólo con su exhibición en pantalla de toda clase de atrocidades sociales y humanas (basadas sin duda en noticias y chismes que hemos visto y leído), pero por lo menos se nota que su director se ha quedado a gusto; y una parte del público, también.
Para empezar, El triángulo de la tristeza es un filme obvio y directo. Su trasfondo crítico posee un claro correlato de intencionalidad política. Nada de metáforas, simbolismos ni elaborados planos para expresar conceptos y abstracciones teóricas; los actos y las palabras de sus protagonistas en todas las escenas bastan para que nos hagamos una idea bien documentada de cómo son y cuáles son sus principios. Un retrato inmisericorde hecho de un deseo ilimitado de dinero --y, por tanto, de corrupción inevitable-- que surge de su anafabetismo funcional y ausencia de ideas y sentimientos. El filme se recrea sobre todo en la interacción constante entre una patulea de pasajeros de un crucero de lujo (adinerados por la lotería genética, los negocios ilegales y/o inhumanos), con la tripulación que se ven obligada a complacer sus caprichos con fingida alegría a cambio de una promesa de propinas. No me cabe duda de que la finalidad primera de Östlund es esa; y luego quizá, de paso, encabronar a unos cuantos y escandalizar a otros. Aquí no se trata de ventilar un tema con inevitable tufo elitista --como sucedía con The square--, sino de condensar en pantalla la mayor sarta de miserias y ridiculeces surgidas en situaciones de lo más cotidiano. Östlund tira a dar con toda la mala leche. Y me encanta.
Los pasajeros rebosan una escandalosa falta de empatía, una total ausencia de escrúpulos y el absurdo convencimiento íntimo de que todo lo que han logrado en sus vidas es porque se lo merecen; y una de sus consecuencias es el trato exquisito que les ofrece la tripulación. Eso sí, en cuanto abren la boca se materializa su estupidez, dejando caer además las miserias con las que han amasado sus fortunas. Y cuando parece que el argumento va a quedar estancado en esta hostilidad soterrada, en el tercio final, el guión provoca una magistral vuelta de tuerca para retorcer y exponer aún más lo patético de este grupo humano.
El triángulo de la tristeza es un filme incómodo, irritante en otros, desagradable en algunos momentos inefables. Nunca se permite deslizar una idea reconfortante, algo que permita atisbar un síntoma de cambio hacia algo bueno, solidario, inteligente... Todo en ella es deliberadamente grotesco, deformante, repulsivo, escandaloso, miserable..., una recopilación de situaciones que sabemos que se repiten constantemente en la vida real y que aquí, expuestas en una ficción a medida, denuncian sin ambigüedad su carga crítica, su descomunal carga crítica. Un guión que culmina, además, en un final inteligente, cáustico, deliberadamente abierto, consecuente, limpio; deteniendo la historia en el punto justo en el que tendría que abandonar el ambiente enfermizo en el que ha transcurrido la película. A partir de donde lo deja Östlund habría que mostrar a los personajes fuera de la selva en la que ellos mismos se han encerrado.
Todo programa político que merezca mi voto, como primer punto innegociable, debería denunciar, ridiculizar y acabar con el lujo innecesario, derrochador y clasista. El triángulo de la tristeza me parece un filme importante, valiente y brillante porque fija en imágenes el estado de indignación que nos debería llevar a suscribir algo así.