Andaba preocupada porque no tenía tema para este finde. Literario, dice. Así que se fue al gimnasio para orearse y allí halló lo que tienen ustedes entre las manos. Esta columna sobre el pudor femenino. A la desnudez, a los complejos, al qué dirán. De un día para otro ha entrado un bulldozer en su gym y ha acabado con la antigua distribución de duchas.
Habituándose poco a poco al cambio, descubre, no sin cierto rubor, que no hay ni una puerta, ni una cortina, nada. Es todo diáfano. El primer pensamiento que le cruza la mente es que se acabó aquello de mear en la ducha, cual Milá. Pero más allá de este detalle no le ve el mayor inconveniente. Siempre fue cero pudorosa.
Pero en el vestuario, ajeno a su buenismo, se está gestando una minirevolución. Que qué es eso de verse todas en bolas, como si fuera la ducha de la cárcel, que si a tal no le gusta que le miren. Que si fulanita se hincha cuando el periodo…Otra apunta que es un sinsentido que haya cambiadores privados en el vestuario y después, en la ducha, no haya escapatoria, ni lugar donde esconder las lorzas granjeadas a fuego lento, maceradas en verano, a base de paella de chiringuito y gintonics traicioneros.
Ella se zambulle divertidísima en ese profundo pozo sin fondo sociológico del que extraer sabiduría y, de paso, se mete en la ducha. Y piensa que todos son ventajas. Puede observar la progresión de sus congéneres, la moda en cuanto al aseo personal íntimo piloso –moda que, al parecer, sigue al dedillo- y quién gana, como intuía, vestida. Las nuevas duchas son un acierto. En estos tiempos de gimnasios inteligentes, todo está pensado. Seguro que la comparación forzosa con sus compañeras exhaustas está planeada para fomentar la competitividad. Y la amistad. Salta a la vista.