Una conocida revista especializada (Fotogramas) publica, en su número de este mes de junio, una pequeña nota dando cuenta de la celebración del 25º aniversario del estreno de 'Cuando Harry encontró a Sally', que dio pie a que se reuniera de nuevo, mucho tiempo después del descomunal éxito de la peli, su pareja protagonista, Meg Ryan y Billy Crystal. Y lo ilustra con una fotografía que, aunque de un formato minúsculo, permite vislumbrar el rostro de ambos. ¿Qué es lo que vemos? El espanto, el horror, una imagen más cercana al universo de 'The Walking Dead' que a lo que debiera ser (como suele en el caso en el común de los mortales...) el espejo de lo madurado y vivido (y si creen que exagero, busquen la imagen y juzguen ustedes mismos).
Debe ser duro desenvolverse en una industria de altísimo nivel de exigencia en lo relativo a la apariencia física, y que, en consonancia con tales requerimientos, tiende a arrinconar, sin misericordia alguna, y muy especialmente en el caso de las mujeres, a todo espécimen que supere la barrera de la cuarentena. Partiendo de tal premisa, puedo entender que, en el intento por no caer del tren, las estrellas 'jolibudienses' se sometan a las salvajadas quirúrgicas más descabelladas, en una lucha a cuchillo por ganarle la partida a ese jugador implacable que es el paso del tiempo (y, si no por ganársela, sí al menos por no verse arrollados al perderla...). Pero, a la vista de los resultados, no entiendo esa insistencia en una práctica que, por lo general, acaba dejando a sus acólitos bastante peor de lo que estaban antes de someterse a ella (yo, al menos, soy incapaz de recordar un solo caso en que la cirugía facial haya obrado el milagro de mejorar el rostro del personaje sometido a ella).
Carnicerías. A eso es a lo que se ha sometido gente como Nicole Kidman, una actriz con un rostro bastante hermoso y a la que el bótox (a cuyas generosas dosis ya empezó a someterse sin siquiera haber alcanzado la fatídica cifra de los 40...) ha privado de la mínima expresividad facial exigible a una actriz. O Robert Redford, otrora uno de los hombres más guapos del cine usamericano, al que su (vano, por lo demás) empeño en neutralizar los efectos que, en forma de intensas y numerosas arrugas, el tiempo había ejercido sobre su cara, ha convertido en un patético ejemplo de cómo es más fácil perder el sentido común (y la simetría del óvalo...) que recuperar la juventud perdida. O los ya mencionados al principio de esta reseña, y tantos y tantos más, cuya relación en detalle podría emborronar páginas en cantidades industriales, tal es la extensión de un fenómeno que, cómo no, ya empieza a manifestarse en otros ámbitos, profesionales y territoriales (y omito nombres, para que sean ustedes, amigos lectores, los que se diviertan con el socorrido juego de hacer sus propias listas).
¿Se ven ellos y ellas mejor así? ¿Los ve alguien mejor así? ¿O debería pedir cita urgentemente a mi oculista de cabecera? Que nunca se sabe...