Como en los ratos muertos me da por leer, y una de las cosas que leo es prensa, estoy leyendo los periódicos como hacía años que no los leía: de arriba abajo. Y unos de los tics que más me están irritando, al margen del uso aberrante del lenguaje (vamos a ver, compañeros: que no existen personas anónimas, ni empresarios anónimos. Que todos tienen nombre y un folio en el registro civil, que las anónimas son sus obras, si es que no las firman) es la obsesión de los reportajes sobre la “generación perdida”. Esos jóvenes que sufren la crisis con pavor, miedo y caquitas.
De acuerdo en que, en mi situación actual, tiendo a relativizarlo todo con un exceso impropio. De acuerdo en que me la sopla todo y que los dramas de las canciones de amor me suenan insultantes al lado de lo que me toca vivir a mí, pero hay cosas que no. Incluso aunque mi vida fuera normal.
Leo en uno de esos reportajes: “A Fulanita, de 22 años, le quedan tres asignaturas para terminar Chorrología, y contempla el futuro con una gran ansiedad”.
O me tropiezo con una carta al director en la que una universitaria expresa su enorme angustia ante su futura no incorporación al mercado laboral.
Fulanita, de 22 años, joven universitaria… ¿He leído bien?
¿Pero estamos todos tontos o qué nos pasa?
No me pondré como ejemplo de nada, pero mi mayor preocupación a los 22 años era con quién quería follar y si podía convencerla de que follara conmigo. Y hasta donde me alcanzaba la vista, en mi entorno a todo el mundo le pasaba más o menos lo mismo, con variaciones de tono y forma, claro. Algunos buscaban el amor, que es una manera fina de expresarlo, pero la cosa, en cualquier caso, iba de fluidos.
Bueno, miento: también nos preocupaba mucho la hora de cierre de nuestro bar favorito y no ser víctimas de la siguiente broma pesada que se le ocurriera al grupo de colegas.
¿Angustia por el futuro laboral? Si acaso, por una enfermedad de transmisión sexual.
¿Qué le ha pasado a esta juventud, que suena tan anciana?
Por favor, acepten esto de este viejo prematuro que les habla. No es un consejo, es un imperativo taxativo: gócenla, comadres y compadres. Gócenla en serio, corten las rosas del huerto de Ronsard y no penen por los rincones por un futuro que a nadie le importa y que, por propia definición, es ignoto. Follen, beban, amen, lean, viajen, pártanse de risa con sus amigos, vacíen muchas noches en blanco. Lo demás, ya vendrá.
Gócenla, muchachos, porque cuando menos se lo esperen, cuando crean tener amarrado ese futuro que tantas horas de sueño les ha quitado, cuando todos sus planes parezcan encarrilarse hacia la meta deseada, puede que una oncóloga les invite a tomar asiento y les quite la respiración y el alma. Y si ese día llega -y nadie está a salvo de él-, el mercado laboral, Zapatero, los sindicatos y el FMI les van a parecer tan pequeños y ajenos que no van a ser capaces ni de reconocerlos.
Si ese día les llega -y no se lo deseo a nadie-, procuren que les sorprenda ya bien pertrechados de experiencias y bien felices, y que sus pequeñas ambiciones no les hayan impedido gozar de lo que les hace sentir vivos.
Si ese día les llega, que por lo menos puedan suspirar: “Que me quiten lo bailao”. Créanme: no es consuelo menor.