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Su Santidad, ahora que su nombre no está tan de moda en la isla de Cuba me decido a escribirle estas líneas
Miércoles, octubre 18, 2017 | Ángel Santiesteban |
LA HABANA, Cuba.- Su Santidad, ahora que su nombre no está tan de moda en la isla de Cuba me decido a escribirle estas líneas. Supongo que tal falta de predicamento tiene que ver con la poca compañía que nos ha dado, y también por la distancia que puso entre usted y los cubanos. Si insisto en hilvanar estas ideas, es porque tengo la certeza de que su quehacer al frente de la iglesia, es decir de la tierra, dista mucho del amor, la justicia y la equidad que conocimos en Juan Pablo II, a quien los cubanos recordamos con afecto y devoción.
Quiero contarle que somos muchos los que hoy pensamos que no ha sido bueno su nombramiento para los habitantes de esta isla, aunque le aseguro que fuimos muchos los cubanos que nos alegramos al saber que sería usted el nuevo jefe de la iglesia católica. Nos llenó de euforia el hecho de que un latinoamericano que hablaba nuestro idioma, y que sabía bien lo que significaba una dictadura militar, se pusiera al frente de la iglesia.
Con alegría estuvimos creyendo que su santidad se ocuparía de nosotros tanto como lo hizo Juan Pablo II, pero no fue así. Su historia estaba emparentada con la de Juan Pablo II. Usted conoció aquella sangrienta dictadura militar en la Argentina, y el papa polaco supo bien lo que significaba el fascismo, el comunismo, que son tan parecidos. No nos cabían dudas de que usted, Santo Padre, miraría la realidad cubana y la denunciaría, pero la realidad fue otra.
Juan Pablo II conoció los desmanes del fascismo, y los denunció, y no abandonó jamás a esos desprotegidos del mundo que sufrían los horrores de un comunismo que aún persiste en algunos sitios del orbe. Santo Padre, hoy tengo la certeza de que su visita solo dejo el recuerdo amargo de lo inútil. Tras su partida son muchos los que recuerdan las detenciones que sufrieron esos que jamás creyeron en los presupuestos de un gobierno comunista.
Cuando usted volaba a Roma, muchos cubanos quedaron tras las rejas, y no tengo noticias de una respuesta enérgica salida de su boca. El mismo gobierno que segregó a los católicos en Cuba, que echó a sus fieles de la universidades, que los encerró en aquellos campos de concentración que fueron las UMAP, volvió a reprimir a quienes pensaban diferente, a quienes no estaban dispuestos a comulgar con un régimen dictatorial.
Los cubanos nos quedamos esperando alguna respuesta enérgica salida de su boca, de la del Cardenal Jaime Ortega, pero únicamente nos encontramos con un muro de silencio. Y como ya sabemos, “el que calla, otorga”. Supongo que a usted, y a ese cardenal que tanto hace recordar a un militante del Partido Comunista, les interesaban mucho más las buenas relaciones diplomáticas con el gobierno que la cercanía con los sufridos fieles cubanos.
Sumo Pontífice, quiero recordarle que durante su visita a la isla, un joven desesperado se aferró a su auto, mientras usted hacía su recorrido ante una multitud escogida, en su mayoría, por la policía política. Aquel joven quería su atención, aquel joven pretendía que usted pusiera sus ojos en las injusticias que a diario comete el régimen cubano.
Y qué hizo usted, Santo Padre. Usted lo abandonó a su suerte, y los fieles del mundo pudieron apreciar en sus televisores como siguió usted su trayecto sin voltear, al menos, la cabeza. ¿Supo usted el calvario que desde ese minuto comenzó a vivir ese joven? ¿Se enteró usted cómo respondió el régimen a quien quería llamar su atención? ¿Acaso conoce usted que cada visita de un mandatario a esta isla es un aliento al régimen comunista de los Castro? En una situación como esa lo más digno era abandonar su auto y ofrecer protección a ese joven fiel, pero sucedió lo contrario, usted lo abandono, lo dejó en manos de unos sicarios, que no son en nada diferentes a los que conoció usted en la Argentina.
Vicario de Cristo, me atrevo a recordarle que existen en esta la isla unas mujeres a las que llaman Damas de Blanco. Ellas guardan con enorme devoción una foto en la que aparece una de ellas junto a usted, en una Plaza del Vaticano. Fue durante ese encuentro cuando Berta Soler, líder de esas Damas, le entregó, además de sus palabras de ruego, cierta documentación probatoria de las tantas injusticias cometidas contra ellas y contra los cubanos en general.
Quiero enterarlo, si es que no lo sabe, que esas mujeres no pueden asistir a misa, y que son apresadas cada domingo y enviadas a oscuros calabozos. Y aunque le parezca extraño, eso es para mí una prueba de la existencia de Dios. Resulta que seis días son suficientes para que esas valientes se repongan de las golpizas y vuelvan a salir a la calle con fuerzas renovadas, seis días son suficientes para que las Damas recompongan sus voluntades, para que olviden las magulladuras, para que no las detengan las fracturas óseas, los quebrantos espirituales. Esas mujeres, Santo Padre, vuelven a salir el domingo siguiente, pero la iglesia que usted representa guarda el más absoluto silencio.
Le cuento que esa foto donde usted aparece junto a Berta, preside la entrada de la Sede en La Habana de estas mujeres. Le cuento que junto a esa imagen impresa hay otras, las de muchos activistas que han pagado con sus vidas la osadía de enfrentar a la dictadura. Me encanta, de esa foto, el contraste de su impoluta sotana blanca con el color negrísimo de la piel de esa mujer que lo acompaña.
Sepa también, que junto a esa foto que ellas exhiben agradecidas, aparecen palabras soeces, comentarios groseros que intentan denigrarlas. ¿Y por qué sucede tal cosa? Pues porque ellas hacen visible su descontento contra un régimen grosero y dictatorial. Y sepa que quienes tanto las denigran vierten químicos sobre esa foto. Sepa que esas respuestas son ordenadas por ese gobierno que lo recibió en La Habana. Sepa también que nada doblega a esas mujeres, que terminados los ataques, ellas limpian meticulosamente sus espacios, pretendiendo que el entorno donde muestran aquella foto sea tan blanco como su sotana.
Sabemos los cubanos, los católicos, que usted influyó a favor del acercamiento entre Cuba y los Estados Unidos, y en la reapertura de las embajadas, pero no sé si usted está enterado que desde que tal acercamiento se produjo, la democracia se nos hizo más distante, y crecieron los arrestos contra los opositores, y las golpizas, y prosperó la muerte de éstos en circunstancias misteriosas. Le aseguro que su partida dejó un manto de desolación al pueblo cubano.
Desgraciadamente, también se ha hecho notorio, la manera en que ese gobierno al que usted auxilió, intentó afectar la salud de funcionarios de la embajada norteamericana. ¿Se pronunció usted, Santo Padre? Si lo hizo no estamos enterados los cubanos. Y nos duele su silencio, nos mortifica su desidia. ¿Y qué habría hecho usted si las cosas hubieran sido al revés? ¿Si fuera Estados Unidos el agresor qué habría dicho usted?
Sepa que a gran parte de su rebaño le asusta su cordialidad con las dictaduras de Cuba y Venezuela, y hasta con la guerrilla colombiana. Tanto es así que ya son muchos los que suponen muy cercano a las izquierdas. Injusto o no, lo cierto es que sus gestiones han estado muy cerca de esas “diplomacias”, tanto es así que ya se le llama a usted: “el papa comunista”.
Usted representa hoy a la Iglesia Católica, pero mañana, cuando Dios lo entienda, será otro; y en cada caso deberá ser un mediador de la verdad, parte del dolor, no dolor aparte. Nosotros, la oposición en Cuba, también somos su rebaño, carne de su carne. Y no creo que el dictador, su familia, y cada uno de esos esbirros que tanto odio han dedicado a Dios y a la Iglesia en estos sesenta años de férrea dictadura, merezcan su atención y su amistad.
Padre Francisco, ¿quién pudo engañarlo así? ¿Quién le hizo creer que la dictadura podría dialogar sinceramente con la iglesia? ¿Cómo pudo la iglesia olvidar las persecuciones que el gobierno cubano dedicó a los sacerdotes y a sus fieles? ¿Quién le hizo creer que el embargo perjudicaba más al pueblo que al gobierno dictatorial? Dos años de relaciones con el gobierno de Estados Unidos dejaron claro que esta amistad hizo que el régimen se empoderara más.
Santo Padre, todo fue un engaño, una cortina de humo para engatusarlo. Los cubanos queremos, antes que comida, libertad, derechos, democracia. Mensajero de Dios, deje de parecer frío, deje de mirar a otra parte, cuando este archipiélago le suplique para que interceda a favor de nuestra libertad. Sepa que aquel joven que durante su visita se aferró a su auto, aún hoy se mantiene en pie de lucha, y que alterna los espacios de su accionar; unas veces en las calles y otras en las prisiones. Y no se extrañe si alguna vez se entera que le fue descubierta una sorpresiva y rara “enfermedad” o que un “accidente” acabe con su vida.
Los asesinados por el régimen no lloran sus muertes, los asesinados por el régimen creen que bien vale la pena morir por conseguir todo cuanto nos pertenece. Quienes en las cárceles hacen huelgas de hambre, no piden ya su atención, y es que quizá ya lo suponen un fantasma. Ellos piden a Cristo, ese que no olvida el dolor de quienes sufren en la tierra.
Santo Padre, atienda nuestra realidad, aunque creo que sería mejor que se mantuviera distante, porque cada vez que nos ha mirado terminó perjudicándonos. Quizá le pedimos silencio, el mismo silencio que dedicó usted, en Argentina, cuando era arrestado alguno de sus sacerdotes.
Padre, no tiene esta carta la intención de conseguir un pronunciamiento suyo a favor de los cubanos abusados, a esos a quienes le roban los derechos más elementales, a esos a quienes usted bien conoce. Bien sabemos que no será usted quien propicie un milagro.
Ver más en: Papa FranciscoACERCA DEL AUTOR
Ángel Santiesteban(La Habana, 1966). Graduado de Dirección de Cine, reside en La Habana, Cuba. Mención en el concurso Juan Rulfo (1989), Premio nacional del gremio de escritores UNEAC (1995). El libro: Sueño de un día de verano, fue publicado en 1998. En 1999 ganó el premio César Galeano. Y en el 2001, el Premio Alejo Carpentier que organiza el Instituto Cubano del Libro con el conjunto de relatos: Los hijos que nadie quiso. En el 2006, gana el premio Casa de las Américas en el género de cuento con el libro: Dichosos los que lloran. En 2013 ganó el Premio Internacional Franz Kafka de Novelas de Gaveta, convocado en la República Checa con la novela El verano en que Dios dormía. Ha publicado en México, España, Puerto Rico, Suiza, China, Inglaterra, República Dominicana, Francia, EE UU, Colombia, Portugal, Martinica, Italia, Canadá, entre otros países.
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