Va cayendo la tarde y me aferro a este momento como un náufrago a su tabla. Mi corazón, flamígero y ambarino, querría quedarse anclado para siempre en la quietud naranja del paisaje, en las copas verdes de los árboles que apenas rozan mi ventana, en la solitaria armonía de un violín que, a esta hora, me rasga el alma y me pone melancólica.
En esta tarde que ya se muere apuñalada de violetas querría, para siempre, conservar intacta la esperanza, reservar un silencio azul y circunspecto que me sirva de trinchera si el mundo atrona con su grito, desandar los caminos blancos de ida y vuelta donde nunca me encontraste.
Y mientras Dios pinta con su dedo invisible los últimos colores de esta tarde querría, como siempre, sentarme en el borde generoso de tus manos y leer _de nuevo_ tus cartas amarillas.