Cartas desde el infierno es ese tratado filosófico en el que se condensan los cuentos, poemas, cartas y reflexiones de un hombre que luchó sin otra arma que su mente. Un cuerpo muerto entre los vivos (cómo él mismo se describió), pero de fuerza hercúlea para batallar contra la moral religiosa, la relatividad de la ley, la falta de empatía, la falsa defensa de la dignidad humana que mostraban todos aquellos que le obligaban a vivir. Porque, para ellos, vivir era un deber.
No obstante, vuelvo y repito, Sampedro no era un mártir. Los que lo imaginaban como un hombre deprimido, los que le recomendaban tener fe, los que lo encomendaban a los rezos y le metían su esperanza por los ojos, estaban muy equivocados. Perdieron el tiempo y se lo hicieron perder a él durante décadas, por no escuchar.
Los que lo leemos ahora y realmente deseamos entender, entendemos. Entendemos su denuncia contra las leyes, contra el derecho constitucional a vivir, pero no a morir, cuando son ambas cosas igual de naturales y justas. Entendemos su deseo de rechazar las fuerzas del Estado y la Iglesia, que van en mayúsculas porque buscan ejercer su autoridad. Entendemos, en suma, que la eutanasia no se legaliza todavía porque detrás subyace el interés político y religioso, la superstición, el miedo y la hipocresía.
Entendemos, al fin, que esa defensa por la vida es puro cuento chino. Que presenciamos día a día la muerte prematura que causa el hambre, la pobreza, la violencia de género, la guerra, la tenencia de armas, la explotación o la delincuencia sin pestañear y sin acordarnos de nuestra ética intermitente. Pero, está bien, para que no me acusen de extremista o demagoga, me voy a centrar en el argumento de mayor peso.
Básicamente, lo que se esconde detrás de la negación a la muerte digna, es lo de siempre: por un lado, el sucio juego político de toma y dame, de tú dices que está bien y yo, para contradecirte, te digo que está mal. Hago como que va en contra de mis principios ideológicos cuando en realidad me importa un bledo, solo defiendo mis intereses políticos. Y como al final el destino de la ciudadanía lo deciden esos cuatro señores que se reúnen en el parlamento para tirarse los trastos a la cabeza al margen de cualquier reflexión racional, pues no hay más que hablar. Sampedro, en palabras menos llanas, habla de la autoridad del Estado y la negación que este hace a sus derechos.
Por otro, está el hecho de que se le quisiese imponer una moral religiosa que él en ningún momento aceptó. Ese, para mí, es uno de los grandes problemas del asunto. Si yo no creo en ese dios que supuestamente me castigaría por renunciar al milagro de la vida, si yo no comparto su palabra transmitida a través de dudosas fuentes, si para mí la iglesia y sus dogmas no significan nada... ¿por qué diablos debo someterme a sus preceptos? En un estado supuestamente laico, esta cuestión debería tener mucho menos peso del que desgraciadamente tiene en nuestra sociedad.
Porque, al final, todo este debate se reduce a una cuestión de libertad de elección, pero sobre todo de pensamiento. De dejar de afrontar la muerte con tanta cobardía. De dejar de someter a los otros a nuestro miedo, a nuestros principios dogmáticos, a nuestro interés político. En suma, de hacernos libres de cuerpo y especialmente de mente.
Cuando así sea, podremos empezar a legislar sobre la eutanasia. Podremos plantearnos su funcionamiento, sus requisitos, sus condiciones, sus límites. Entenderemos por fin los argumentos para legalizarla, dejaremos de creer tontamente que se convertirá en una excusa para el suicidio o que provocará el castigo divino. Será, entonces, un derecho -que no una obligación- o una opción al alcance de quien se enfrente a la enfermedad irreversible.
Y aunque nadie escuchó a Ramón Sampedro, él, al final y a su manera, venció. Hagamos que esa victoria sea digna, de una vez por todas.