«Los solteros son los mejores soldados porque no tienen nada que perder salvo la soledad». Esa es la máxima del capitán Maddocks (Richard Boone), jefe de uno de los puestos militares de la caballería estadounidense más avanzados y expuestos a los ataques indios, principalmente de los comanches. Hasta ese destacamento llega desde el Este el teniente McQuade (George Hamilton), un joven guaperas y estirado, hijo de un prestigioso general, que se crio en la zona (su infancia la pasó en ese mismo fuerte) y que hasta entonces ha disfrutado de destinos de despacho que le han permitido gozar de la vida frívola de los soldados guapetones y elegantes en las populosas ciudades próximas al Gobierno. Pero lo que aparenta ser un simple y rutinario western de sobremesa más, la vieja historia de un oficial veterano y curtido en mil guerras indias que tiene que vérselas con un segundo al mando demasiado joven e inexperto, un lechuguino metepatas y presuntuoso que se las da de listo y experimentado, que está lleno de orgullo y de ideas preconcebidas sobre el Oeste que solo él toma por verdades absolutas, va mucho más allá del cliché de la mera exposición de caracteres contrapuestos (aunque también) en un entorno hostil (con el consabido romance con una muchacha que vive entre la guarnición) que deban cooperar para sobrevivir y reencontrarse al final en un punto de interesección, entendimiento y reconocimiento mutuos. Porque la película, extremo que viene subrayado por el título español, representa nada menos que un nuevo acercamiento a las premisas de la «trilogía de la caballería» de John Ford, y en particular al primero de sus títulos, Fort Apache (1948).
La aproximación es inevitable toda vez que el autor en cuyos relatos se inspiraron aquellos títulos de Ford, James Warner Bellah, es también el encargado del guion de Fort Comanche (este título español resulta por una vez más apropiado que el original, ya que «el trueno de tambores» o «un tronar de tambores» -como se ha titulado en España una recopilación de los relatos de la caballería de Warner Bellah- no se escucha en la banda sonora, ni siquiera un tambor a secas). Las similitudes de planteamiento, por tanto, son claramente perceptibles, como lo son también algunos signos narrativos del autor. Así, nos encontramos con un fuerte de la caballería en territorio hostil al que llega un oficial del Este cuyos conceptos militares, basados fundamentalmente en las ordenanzas y en una interpretación particular de sus recuerdos de juventud en el entorno chocan con la realidad práctica de las carencias logísticas y las limitaciones humanas del fuerte y de lo que supone realmente verse hostigado por un enemigo muy superior en número, razón por la que se ve continuamente reconvenido y rechazado por el capitán, que ya informó desfavorablemente su solicitud de incorporación. Asimismo, este oficial protagonizará un romance prohibido con la prometida (Luanna Patten, probablemente lo más flojo de la cinta) de otro compañero, el teniente Gresham (James Douglas, otro que tal), con la que McQuade ya vivió un affaire en su loco pasado repleto de faldas en el Este. En este punto se produce el segundo rasgo de la habitual crudeza narrativa de James Warner Bellah, un escritor que apuesta por el lenguaje directo, las situaciones violentas, la acción sangrienta y el tratamiento racista de los indios. Y es que en su primer encuentro, la joven Tracey reprocha a McQuade que en su aventura anterior la dejara colgada sin siquiera preocuparse si de su romance se había «generado un hijo», una alusión clara y directa a una relación sexual prematrimonial bastante infrecuente en el cine de Hollywood, desde luego imposible apenas unos lustros antes, y que se manifiesta sin subrayados ni paños calientes. El primero de esos rasgos de la narrativa de Bellah se incluye en el arranque de la película, y es de naturaleza doble: en un breve prólogo, los indios asaltan una granja; supuestamente han eliminado a los hombres de la familia (el granjero y su hijo mayor) y penetran en la casa, apartan a la hija pequeña y se encierran en la habitación con la madre y la hija mayor, a las que violan repetidamente antes de asesinarlas. La pequeña, en estado de shock, será rescatada por una patrulla de caballería comandada por el teniente Porter (Richard Chamberlain) y el sargento Rodermill (Arthur O’Connell), que ha sufrido un encontronazo con otro grupo de indios y que porta sus propios muertos. De entrada, la agradable sorpresa para el cinéfilo que se encuentra en los primeros instantes con los soldados Hanna (Charles Bronson) y Erschick (Slimp Pickens), de inmediato se torna desagradable, puesto que el hedor de los muertos obliga a la pequeña tropa a cabalgar con las narices tapadas y entre las dudas de si el calor reinante no descompondrá los cuerpos antes de que puedan ser sepultados en el cementerio del fuerte. Dos elementos, el sexo fuera del matrimonio con posibilidad de concepción y, tal vez, eliminación de un hijo, y la putrefacción de los cuerpos muertos de los soldados que, aparte de la violación en grupo de dos mujeres elidida en el breve prefacio, muestran a las claras que bajo la superficie formalmente correcta de una película de la Metro-Goldwyn-Mayer sometida al ya por entonces agotado Código de Producción late la pluma de un escritor con evidente querencia por lo escabroso y lo sangriento que hace gala además de un abierto desprecio por los indios.
Este planteamiento se desarrolla en una clave de suspense, en este caso triple. En primer lugar, la identidad de los indios asaltantes en ambos casos (el ataque a la granja y al destacamento de Porter); dilucidar si se trata de comanches o más bien de apaches, y las distintas implicaciones estratégicas y tácticas que deriven de cada caso, resulta al parecer vital respecto a la amenaza letal de distinto signo que unos u otros pueden suponer para la menguada guarnición del fuerte. Indicios en unos y otro sentido salpican el argumento bajo la sabiduría casi instintiva del capitán, que utiliza este hecho para probar sucesivamente la agudeza y la capacidad de sus tenientes, aunque finalmente esta rama narrativa deriva en un enfrentamiento armado poco elaborado y menos espectacular, sin duda fruto del bajo presupuesto, que cierra la incertidumbre de un modo bastante insustancial e inconsecuente. En el mismo punto de la cinta, en una secuencia inmediatamente posterior, se concluye igualmente con la segunda línea de suspense argumental: cuál es el hecho del pasado que ha impedido ascender al veterano capitán Maddocks en el escalafón de mando (y acceder a mejores y más cómodos destinos), lo que recuerda igualmente a Owen Thursday (Henry Fonda), el coronel degradado destinado en un alejado puesto tras su paso por el alto mando en Fort Apache (a él alude directamente el guion en una frase pronunciada por el capitán Maddocks: «hubo aquí una vez un oficial que decía que un soldado jamás debe disculparse porque es un síntoma de debilidad»), y también el motivo por el que Maddocks, sin llegar a conocer siquiera a McQuade, informara negativamente su incorporación y lo tratara desde el principio con una tensión casi hostil. La tercera vertiente de suspense, qué va a ocurrir en la relación entre McQuade y la otrora casquivana y ahora virginal prometida Tracey, sí implica una resolución apartada de la más esperable convención, y se relaciona directamente con esa máxima repetida por Maddocks respecto a la soltería como mejor cualidad de un soldado y también con la conclusión de la cinta y la aparición de los créditos coincidiendo con la imagen del capitán entrando en su despacho, donde se ha citado con McQuade para vaciar dos pares de botellas de whisky.
Ciertas debilidades e inconsistencias de guion (la preocupación por la falta de oficiales y por el hecho de que siempre haya uno presente en el fuerte chocan con la ligereza con que tropa y oficiales son movilizados en el último tramo de la cinta; el desenlace «sorpresa» del personaje del sargento Rodermill; lo que sucede a la muchacha rescatada; los tópicos de la vida en el fuerte, en particular relativos a las mujeres y al baile que organizan…) vienen compensadas con ciertos rasgos de humor (protagonizados por la vis cómica que despliega Charles Bronson al comienzo de la cinta) y de erotismo morboso (el mismo personaje observando la ventana de Tracey mientras esta se desviste y aguarda a McQuade), si bien este último desemboca en un amago de chantaje y en la consiguiente pelea que concluye con un horrible fallo de continuidad en el uso de la luz. La película igualmente se ve afectada por la falta de interpretaciones más solventes y carismáticas además de las de Richard Boone, un desaprovechado Arthur O’Connell y un joven Bronson, siendo insuficientes y poco satisfactorias las de Hamilton, Chamberlain (en un papel que tampoco le permite grandes alardes) y Patten. Con todo, representa un western con mayor sustancia de la esperada y permite evaluar y apreciar la diferencia de perspectivas, intenciones, calidades y resultados que a partir de un material similar procedente del mismo autor constituyen las adaptaciones de un maestro del cine como John Ford frente a la obra de un director con oficio circunscrito a las coordenadas de la serie B, aquí en su último trabajo para la gran pantalla en un año en que dirigió nada menos que otros cuatro títulos.