Una golondrina dáurica posada en cables cercanos a las casas
Javier Rico
El título tiene algo de trampa, pero poca. Hablamos de una casa situada a las afueras de un pueblo, Peñacaballera, en plena sierra de Béjar (Salamanca), y con una pequeña parcela salpicada de ciruelos, perales, avellanos, cerezos, un almendro, rosales y un murete tupido de hiedra y otro de musgo. Sin salir de estos contornos hogareños llevamos contabilizadas 38 especies de aves, desde carboneros comunes a buitres negros. Sí, hablamos de un entorno natural perfilado por el valle del río Cuerpo de Hombre y bosques de castaños y robles, pero la gran mayoría de las personas (incluso del pueblo) a las que les contamos los éxitos de nuestra identificación no puede evitar un asomo de sorpresa. Muchos nos dicen: “ir a Monfragüe, que allí sí que hay aves”. ¿De qué nos suena esto?
¿Por qué, sea en Madrid o Salamanca, valoramos tan poco lo que tenemos tan cerca? Por supuesto que el Parque Nacional de Monfragüe (Cáceres) alberga uno de los tesoros ornitológicos más importantes y relevantes no solo de España, sino de Europa; y así lo hemos constatado en A ver Aves en más de una ocasión. Pero también es importante y harto satisfactorio contemplar y valorar la sinfonía de oropéndolas, chochines, mirlos, currucas y estorninos mientras jóvenes de colirrojos tizones, pinzones vulgares y petirrojos picotean en el suelo y un águila culebrera y un ratonero común se disputan el espacio aéreo con vuelos intimidatorios y piares de tono lastimero. Y todo mientras permanecemos sentados en una silla, a la sombra de uno de los cerezos.
Un mirlo común joven sobre el tejado de una casa
Como veis, la labor de conciencia social sobre la importancia de las aves y su papel en los diversos ecosistemas que habitan, y que desde A ver Aves nos empeñamos en potenciar, trasciende fronteras urbanas y rurales. No en vano, nuestra inminente salida en grupo, primera del curso 2014-2015, dirigirá sus pasos hacia La Adrada, un municipio abulense en pleno valle del Tiétar.
Es cierto que han disminuido muchas poblaciones de aves asociadas a la horticultura y zonas rurales en general, pero se ve con cierta pena que personas que antaño tenían acostumbradas la vista y el oído a detectar todo lo que vuela (sí, en muchos casos con malas intenciones) hayan perdido el “nervio” naturalista. ¡Con lo necesaria que es la transmisión oral de vivencias y conocimientos! Con esta premisa, también en los pueblos somos los frikis de los telescopios y los prismáticos. Durante todo nuestro periplo estival (Segovia, Salamanca y Toledo) no nos hemos encontrado a ningún otro “friki” de esta índole. Bueno, miento, en pleno valle del Eresma nos encontramos a uno más friki aún, de camuflaje: un abnegado fotógrafo de la naturaleza. Todo nuestro reconocimiento para este gremio que tanto ayuda a difundir igualmente la valía de la biodiversidad.
Un joven de petirrojo se acerca (y casi se camufla) hasta donde estábamos recogiendo la hojarasca
En cualquier caso, sean pocas, una o ninguna las personas que compartan esta afición en entornos rurales hay que mantener los oídos bien abiertos a la sabiduría popular; por las especies que antes se veían y ahora las dan por desaparecidas (tórtola europea y mochuelo), por los nombres que les dan (ratina al chochín, pardal al gorrión, pega a la urraca, finche al verdecillo…) y por la intuición ante las concentraciones masivas de aviones y golondrinas: “estas están preparando las maletas para irse”.
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