Revista Arte

Cavilaciones en el shopping

Por Avellanal

Estoy solo, todo de verde y bastante exhausto, la tarde de un caluroso sábado de diciembre, en una cafetería globalizada que debe su nombre a un tripulante del Pequod (de paso, ruego encarecido: lean Moby Dick; no hay tiempo que perder), en el shopping más moderno lindante a la General Paz. En el espacio urbano, vaya perogrullada, las cosas se perciben por casualidad. O suceden de repente. La vida no precisa de attrezzistas (ese estadío lumpen de cualquier realización cinematográfica) porque nada la obliga a salvar los baches de la continuidad.

Por eso nos gustan las películas: porque nuestros vínculos echan a la lógica con cajas destempladas y porque las distancias entre los seres humanos sólo se advierten en profundidad tras las defunciones o los cambios de look. De aquí en más, cualquier encuentro sucederá entre las grietas de un lugar genérico; tumba o cafetería multinacional parecerían ser sinónimos de un mismo espacio.

Pero esta cafetería, a diferencia de otras tantas, revierte una de las características definitorias de la sociedad capitalista y la usa en su provecho. Hablo de la pérdida de la identidad. Aquí, casi como en ningún otro sitio de tránsito, sabemos cómo se llama el vecino: todos tenemos nuestro nombre escrito en el vaso (hasta ese chico que, entre risas, hizo estampar el simpático “Conchita” en su frappuccino de dulce de leche). Sentados a estas mesas que se me antojan de alguna hibridación entre el plástico y la madera, recuperamos entonces nuestra especificidad. Por eso venimos  aquí en esos días donde necesitamos ser mencionados, aunque nomás sea con una entonación camareril (aunque, si de soñar se trata, más lindo sería ser nombrado por Norma Jennings, o acaso compartir café y tarta de cereza con el agente Cooper).

Algo de los lazos con el mundo, de pronto, se recomponen y discurrimos en paz en esta enorme representación que jugamos a conciencia y por la que, ¡albricias!, no abonamos la entrada. De súbito aparece la música, melodías cuyos principios activos parecerían incidir gratamente sobre el sentido común del gusto medio. A través de los parlantes, escuchamos gente que llama a las radios para que alguien más pronuncie sus nombres y para que cada canción que dedique (a novios, hermanos o destructores del corazón) se llene del calor que esos ritmos taquilleros, zurcidos con pianitos sintetizados, carecen.

Poca falta hace, en estos días donde ir a un teatro podría ser causal de hecatombe patrimonial, correr tras el destino de localidades o ubicaciones preferenciales. La vida interior desanda los caminos del fastidio. Los sentimientos son una praxis perpetua. A guardarse bien.


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