Revista Talentos

Cazar bisontes

Por Sergiodelmolino

Me vi envuelto el otro día en una conversación sobre papillas y biberones con una madre reciente. Por supuesto, mi niño es el que mejor come y tal y cual, y así lo manifesté con vehemencia agresiva. El episodio me valió el amargo reproche de una amiga:

—Sergio, por dios: macho que se respeta no entiende de papillas.

Era broma (¿o no?), pero contenía una buena parte de verdad.

Es cierto: mi papel de padre debería permanecer aletargado hasta que mi retoño fuera capaz de correr pegando patadas a un balón o de empuñar un rifle de caza. Entonces, le transmitiría los valores ancestrales de nuestro orgulloso y fiero pueblo en una serie de crueles pero imprescindibles ritos iniciáticos. Hasta ese momento, debería desentenderme de pañales y proporciones de leche-cereal en los biberones.

Bueno, quizá la sociedad no me pida eso, pero, desde luego, sí que me insta a guardarme esas cosas ñoñas para mí. De hecho, incluso en esa conversación sobre alimentos infantiles, la compañera dudó un momento y dijo: “Me tienes que decir qué frutas le dais… O, bueno, ya se lo preguntaré a Cris”.

“Ya se lo preguntaré a Cris”. Claro. Porque yo, como machorro barbudo acostumbrado a rascarse los genitales en público, no tendré ni zorra idea de qué come mi hijo. No son cosas que me incumban.

Cuando Cris regresó de su baja maternal, todo el mundo (sí, tooooodo el mundo) se interesó por su futuro laboral. Muchos preguntaron directamente si pensaba seguir trabajando, si se había planteado pillarse una excedencia o despedirse directamente. Casi todos presupusieron que se acogería a un régimen de jornada reducida y hasta hubo quien le sugirió que cambiara de ocupación para poder atender mejor a su chaval (y, bueno, algo de razón tienen: el periodismo no es el trabajo más compatible que hay con la crianza de un churumbel).

No pocos de extrañaron cuando Cris explicó que pensaba retomar su actividad laboral donde la había dejado y que intentaríamos apañarnos, como tantos y tantos otros padres.

Cuando yo volví (bastante tiempo antes) de mi permiso de paternidad, ¿os creéis que alguien se interesó por mi futuro laboral? Nadie me preguntó si pensaba despedirme o acortar mi jornada (cuando el derecho a la reducción de jornada asiste a ambos progenitores por igual). Nadie me planteó alternativas. Nadie, absolutamente nadie, presupuso que yo podría plantearme algunos cambios laborales -e incluso el abandono, momentáneo o no, de mi vida laboral- para atender debidamente a mi chaval. Sin embargo, que lo haga la madre suena a lo más natural del mundo. De hecho, se me preguntó sutilmente si pensaba cogerme los 13 miserables días del permiso de paternidad completos. No, pensaba regalar la mitad a alguien menos afortunado, no te jode.

El padre no hace esas cosas. El padre sale a cazar, como es su obligación, mientras la hembra cuida de la camada. Lástima que yo, como cazador, sea pésimo: apenas he apresado un par de palomas urbanas y un gato cojo en mis incursiones en busca de carne.

No sé dónde leí un reportaje de un padre que había dejado de trabajar mientras la madre seguía su carrera. Y pensé: ¿esto es llamativo a estas alturas de la peli? ¿Todavía estamos así? Llamadme rarito, pero creo que cada pareja y cada familia tiene unas circunstancias distintas que pueden llevar a que, en caso de que se plantee una renuncia al trabajo, puedan hacerlo cualquiera de los dos. Supongo que el miembro de la pareja que menos gane o el que tenga un curro más espantoso o más insoportable tiene más papeletas para quedarse en casa. Es una cuestión socioeconómica, no genital.

Pues qué le voy a hacer si me gusta estar con Pablo y si le echo de menos cuando las circunstancias de la vida me obligan a separarme de él, por muy bien atendido que sepa que está. Qué le voy a hacer si me gusta incluso lo que no debería gustarme: cambiarle pañales, darle de comer y hasta despertarme a las cinco de la madrugada. Y estoy seguro de que no soy el único padre que se siente así. Ni siquiera creo que seamos una minoría. No me da la gana acorazarme tras una barrera autocomplaciente, fingiendo que me desarrollo (¿lo qué?) en el laburo o que me enriquezco por estos mundos de ahí fuera. Los minutos que no paso con mi hijo los vivo como una renuncia. Una renuncia que puedo asumir y cuyo coste puedo pagar sin arruinarme emocionalmente (dios, ya escribo como uno de esos libros de autoayuda, qué asco), pero una renuncia al fin y al cabo. Porque para eso decidí tenerlo: para estar con él, no para aparcarlo en un rincón mientras yo cazo bisontes.


CAZAR BISONTES
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