Photo: Thom Davies
Por José Miguel Cabrera Kozisek. Editor de cartóNPiedra
(Publicado originalmente en revista Cartón Piedra del diario El Telégrafo, Quito, el 19 de octubre de 2015)
En 1955, un marino, sobreviviente del naufragio de un buque militar colombiano llegó a la redacción de diario El Espectador para contar su historia. Condecorado por el Ejército por su hazaña tras permanecer diez días a la deriva sin comer ni beber, había narrado la historia muchas veces, por partes, a distintas personas…, se había distorsionado. Pero sobre todo, no había dicho lo más importante: el barco en el que viajaba no se hundió por una tormenta, como habían informado las autoridades, sino por el exceso de peso en una embarcación que no tenía permitido transportar carga, es decir, que estaba contrabandeando. Luis Alejandro Velasco, el náufrago sobreviviente, estaba dispuesto a contar la historia completa, pero parecía que no hubiera mucha gente con ánimo de escucharlo: los lectores parecían estar hartos de “un héroe que se alquilaba para anunciar relojes, porque el suyo no se atrasó a la intemperie; que aparecía en anuncios de zapatos, porque los suyos eran tan fuertes que no los pudo desgarrar para comérselos, y en otras muchas porquerías de publicidad”, como se anuncia en el libro que recoge su historia. Un redactor del diario mantuvo veinte sesiones de interrogatorio con él, y al final publicó la historia, completa, en entregas, durante ese año. El reportero era el nobel de Literatura, Gabriel García Márquez, que para entonces tenía menos de 30 años y el aspecto de un Groucho Marx delgado. Pero eso no se supo hasta 15 años después, en 1970, cuando las historias fueron unidas en un solo libro: Relato de un náufrago. García Márquez no había firmado las entregas, lo había hecho el náufrago, Velasco, por una razón muy sencilla: contar aquella historia en primera persona iba a ayudar a revestir de realidad el relato. Después de todo, nadie había estado con él abordo de la balsa.
La narración en primera persona es común en la literatura. Por doquier hay obras que se cuentan a través del narrador-personaje o del narrador-protagonista: el escritor desarrolla una voz distinta a la suya. Pero en historias como la de Relato de un náufrago, que no es un trabajo de ficción, sino una pieza periodística, el reto va más allá: la existencia real del personaje quiere decir que la interpretación —como en una obra de teatro, o un filme— de su voz por parte del autor será más, por decirlo de alguna manera, desafiante: porque las reglas que rigen a ese personaje no pueden ser controladas por el escritor.
Y esa es la técnica con la que ha construido su obra la escritora bielorrusa Svetlana Alexiévich, ganadora en 2015 del Premio Nobel de Literatura. Conocida por sus obras Voces de Chernóbil (1997), La guerra no tiene rostro de mujer (1983), y la reciente Época del desencanto (2104), el título del primero —el más famoso— da cuenta de la técnica: Voces de Chernóbil, que relata testimonios de personas afectadas por el desastre nuclear de Chernóbil en 1986. A los libros de la bielorrusa los califican de novelas corales o de voces, por la cantidad de personajes que tienen —y que a la vez son narradores—, pero Alexiévich prefiere hablar de su obra de otra forma: “Mi narrador es el hombre corriente”.
Aunque la suya es una obra que tiene evidentemente una narradora, buena parte está relatada a través de otras voces, voces reales, de carne y hueso, que no tuvieron la oportunidad de contar sus historias. Al igual que la historia del náufrago, lo de Chernóbil fue un evento que la Unión Soviética siempre intentó esconder, y por eso es significativo el gesto de narrar a través de la primera persona la experiencia de otra, es una forma de ceder la voz a las víctimas del anonimato.
Por su aspecto, parecía un bebé sano. Con sus bracitos, sus piernas… Pero tenía cirrosis de hígado… Y una lesión congénita del corazón… A las cuatro horas me dijeron que la niña había muerto… ¡Y otra vez, que no se la vamos a dar! ¡¿Cómo que no me la vais a dar?! Soy yo que no os la doy a vosotros! La queréis para vuestra ciencia, pues odio vuestra ciencia! ¡La odio! Vuestra ciencia se me lo ha llevado a él y ahora también quiere… ¡No os la daré! La enterraré yo misma… Junto a su padre… (Calla) No hay manera de que me salga lo que quiero decir… No con estas palabras… Después del ataque al corazón no puedo gritar. Tampoco me dejan llorar. Por eso no me salen las palabras…No hay manera de que me salga lo que quiero decir… No con estas palabras… Después del ataque al corazón no puedo gritar. Tampoco me dejan llorar. Por eso no me salen las palabras…
Voz de Liudmila Ignatenko (Svetlana Alexiévich, Voces de Chernóbil)
Hay quienes han catalogado a Alexiévich como la creadora de esta técnica. Pero otros periodistas usaron el recurso de interpretar al personaje-narrador. Elena Poniatowska lo hizo con La noche de Tlatelolco, en la que cede la voz a una serie de personas que estuvieron presentes en el episodio conocido como La matanza de Tlatelolco, ocurrido en México en 1968. Luego de Relato de un náufrago, García Márquez lo hizo otra vez en 1986 con la publicación de La aventura de Miguel Littín clandestino en Chile, en la que cuenta la historia del cineasta chileno, que luego de exiliarse por la dictadura de Augusto Pinochet, volvió a su país pretendiendo ser otra persona para grabar un documental turístico que en realidad terminó siendo un registro sobre la represión, que todo el tiempo mostraba —como quien no quiere la cosa— imágenes de lugares públicos constantemente vigilados por carabineros. El acto de ceder la voz, en ambos casos, se la dieron a personas que no solo habían visto —a diferencia de los autores— la realidad que se intentaba retratar, sino que su testimonio era el testimonio de las personas a las que alguien siempre intentaba que no fueran escuchadas.
En la obra de Alexiévich, el gesto de ceder la voz no se trata solo de otorgarle un aura de realidad al relato. Es algo que va más allá. Se trata de crear una noción de empatía, esa idea de complicidad que se origina al leer algo tan íntimo como una carta o un diario. Pero al mismo tiempo, es comprender que la historia se trata de alguien más, que el nombre del autor no es más que una etiqueta. Que lo importante es la información que contiene. Es buscar el efecto que provocan las fotografías de un conflicto: la comprensión de que aquella realidad es terrible, y que alguien la está sufriendo. Es un gesto que recoge el espíritu del periodismo.
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