Sin duda, “Centauros del desierto” (“The Searchers”, 1956) es una de las obras maestras del cine, y también una de esas películas que crecen con el tiempo y a la que directores como Spielberg, Lucas o Scorsese han rendido sentido homenaje. Con el título original del “The Searchers” (los buscadores), el western de John Ford entronca con el relato épico del clasicismo, y nos presenta la lucha por encontrar la propia tierra prometida… con un Ethan que viene a ser el Ulises americano. Pocas veces hemos asistido a un retrato tan complejo y retorcido como el de este espectro que vaga por el Monument Valley, y pocas veces ha provocado sentimientos tan encontrados entre sus compañeros de ficción y también en un espectador que intuye el pasado tortuoso que sigue agriando su vida y negándole un futuro de paz y felicidad.
Ethan Edwards es un héroe homérico, individualista y solitario, herido y violento, de reacciones imprevisibles y carácter amargado, sensible y sentimental pero duro y brusco en sus modales, capaz de ser tierno con una pequeña Debbie y delicado con Martha -qué misterioso pasado y qué relación se esconde tras esa escena en que ella abraza su capa- pero también capaz de disparar sin contemplaciones a un cadáver comanche. Arrastra un pasado de fracaso en el que sus nobles ideales fueron sepultados con una rendición que nunca aceptó (estamos en el Texas de 1868), mantiene vivo su juramento de fidelidad a los Estados Confederados y rechaza cualquier nuevo compromiso… porque teme que sea un nuevo desencanto, y vive en el desarraigo de este mundo y en la soledad del incomprendido. En su vida ya no hay lugar para el afecto ni para los ideales patrióticos, no está apegado a medallas ni a sables que considera de otra época, y su única obsesión es la venganza por una herida aún sin cicatrizar.
Ciertamente, Ethan sale a buscar a sus sobrinas Lucy y Debbie, secuestradas por los indios en un ataque salvaje, pero en realidad su objetivo es encontrar su propio lugar en el mundo tras una guerra que le dejó vacío. Es uno de tantos militares que no han conseguido integrarse en los nuevos tiempos, un “centauro del desierto” desubicado que rastrea y busca el sentido de la vida, para terminar confirmando que es algo imposible… y volver a deambular sin rumbo por esas “tierras de nadie”. Lo suyo son los espacios abiertos y el polvo del camino, y vemos cómo no está a gusto en el interior de la casa y sale al porche ya en su primera noche. La realidad es que no es un hombre hogareño porque su corazón está inquieto y rabioso, porque está ensangrentado por el odio a quienes le traicionaron en la Guerra de Secesión y por unos indios que contaminan su sangre… porque quizá no sea la primera vez que le rompen el alma. No es exactamente un racista o un autoritario como hoy se entendería… pero lo parece, como tampoco es un hombre descarnado o insensible, ni descortés o desagradecido: es simplemente un hombre de otra época, en cuya cabeza y corazón se libra una dura batalla desde hace años, y que no es sólo contra los indios.
Hay muchos enigmas en su vida, en la relación con su hermano Lars y su cuñada Martha, en su pasado con el capitán-reverendo Samuel Clayton y el loco y divertido Mose -la mecedora es otro símbolo de esa anhelada vida hogareña-, en los sentimientos que le provoca Martin -ese medio mestizo al que salvó la vida pero al que ahora desprecia… quizá porque se vea en él reflejado-, en sus recientes ocupaciones en la guerra de México o asaltando Bancos y diligencias -las monedas recién acuñadas le delatan-, en su vida con los indios… Es un hombre capaz de mantener la calma y el dominio de sí ante el primer ataque de los comanches, pero su actitud enérgica con el cuchillo tras descubrir el cadáver su Lucy le traiciona o también pierde los estribos en la caza de búfalos. De la misma manera, arriesga su vida por su sobrina Debbie, pero poco después quiere acabar con ella porque “ya es una comanche”… y esas son las normas y costumbres de su tiempo, para finalmente volver a desconcertar a todos con su resolución (donde la cámara sí le trata como un héroe con un contrapicado). Y es que, con frecuencia, sus ojos se encienden de cólera y reflejan la tremenda lucha interior que padece -más dramática que la que mantiene con los indios-, cuando algo del presente reaviva un pasado de dolor que reclama su perdón, cuando le invade el temor a un nuevo fracaso en un mundo que va asentándose con la primera civilización y la vida en comunidad.
Sin duda, el personaje al que da vida John Wayne es uno de los más complejos de su carrera, y también uno de los más ricos que ofrece el cine de John Ford. Ethan no es el típico héroe fordiano noble, amable, humano… sino un individuo con problemática interior y difícil pasado, “siempre en crisis, siempre descontento, lleno de rasgos neuróticos, obsesivos, irracionales y negativos, capaz de consumirse de amor y añoranza, de rabia y de indignación, condenado a cerrar en solitario, sin familia, sin tierra en la que echar raíces, auto-excluido de la vida en común, marginado de la sociedad, derrotado pero invicto, vengativo y solapadamente tierno”, como dice un biógrafo del cineasta. “Centauros del desierto” supondría, en definitiva, la reiterada salida al exterior de un hombre en busca de paz para su alma, una paz que sólo encontraría en su interior cuando decida a romper con la tradición y perdonar a su sobrina…, aunque para entonces quizá sea ya demasiado tarde porque su mundo ha cambiado, porque decididamente su lugar no está bajo un techo sino en la soledad del desierto (así se desprende del plano con el que se cierra la película).
Ethan sería uno de los “centauros del desierto” al que se refiere acertadamente el título castellano, pero no el único. El joven Martin y el propio jefe comanche Scar participarían de ese mismo carácter errático y de individuo que está por hacer: son vagabundos con capacidad de liderazgo que han sufrido una pérdida sentimental, que buscan la estabilidad vital que les podría dar una mujer -Martha, Laurie y Debbie… respectivamente-, y que rivalizan en espíritu guerrero e insatisfacción permanente. De hecho, en cierta medida, Ethan sería el último referente del viejo Oeste que no hace más que dar vueltas (como los comanches, e incluso que corta cabelleras como ellos), mientras que Martin supondría la superación de ese estadio para alcanzar una vida civilizada… gracias a una mujer que le espera.
Hay mucho más en “Centauros del desierto”, pero no es el momento de tratarlo: las eficaces elipsis temporales o las visuales -ataque indio o las muertes-, el ingenioso recurso narrativo de la lectura de la carta, los espacios abiertos y el ámbito familiar, los objetos y la planificación con fuerte carga expresiva, los apuntes de comicidad en torno a Moss y al ejército yanqui… Basta ahora con haber trazado algunas pinceladas sobre la complejidad de ese héroe que hizo del desierto su hogar a lomos de un caballo, de ese ser necesitado de cicatrizar heridas y de encontrar sentido a la vida. Porque Ethan sería también el paradigma del individualismo y de cómo una vida carece de pleno significado si no se pone al servicio de la comunidad, el ejemplo de la pérdida de humanidad que se da cuando el orgullo y el rencor vencen al afecto y al perdón en la batalla del corazón, la muestra del desquiciamiento personal que surge cuando se pierde el sentido moral y se sustituyen los valores (sureños) por el pillaje y la venganza… para convertirse en un “centauro del desierto”.
En las imágenes: Fotogramas de “Centauros del desierto (The Searchers) © 1956 Warner Bros. Pictures. C.V. Whitney Pictures. Todos los derechos reservados.
Publicado el 9 marzo, 2012 | Categoría: 10/10, Años 50, Filmoteca, Hollywood, Western
Etiquetas: Centauros del desierto, familia, felicidad, George Lucas, John Ford, John Wayne, Martin Scorsese, Steven Spielberg