Mire al panel y digame qué letras ve: e, efe, pe, te, zeta… Muy bien, ahora el otro ojo… En la consulta de Oftalmología de la sanidad pública, a usted se le trata como lo que es, un ciudadano con derechos y una máquina de precisión. El cuerpo humano (del alma se hablará, tal vez, en otra ocasión) es un mecanismo complejo, un artilugio extraordinariamente versátil y sorprendente productivo. Ahora bien, necesita mucho ajuste. Necesita entrenamiento, engrase y calibración. A nadie ha de extrañar, por lo tanto, que las citas en la consulta de Oftalmología de la sanidad pública se dilaten durante semanas y meses. Entre tanto, el volante amarillea, y alguno habrá que se quede por el camino, en cuyo caso el sistema reacomoda automáticamente el plan de trabajo para obtener una gestión brillante. Luego se cocinan los datos, se exponen en el consejo de gobierno de la comunidad autónoma y se evacua la correspndiente nota de prensa. Los consejeros y consejeras se reúnen una vez a la semana. Da gloria verlos en el telediario de la televisión que se paga a escote, formando corro en torno a un gran cubo azul con el escudo autonómico impreso en cada una de sus caras, disfrutando de una escenografía de jardín de infancia. Llegará el día, piensa usted, en que los decretos-ley se decidan en parques de bolas. Es probable que ese día haya llegado ya.
En la precisa máquina de la sanidad pública, centro de especialidades, sector C, planta sótano; en los duros bancos de contrachapado de la sala de espera de Oftalmología equipada con doce pantallas LCD de veinte pulgadas y una reproducción en papel satinado de El beso de Gustav Klimt que ocupa la pared del fondo, a usted se le trata con los miramientos que corresponden a un sujeto de derechos y el rigor que merece una máquina de precisión. La sala está medio vacía —se ve que las cinco de la tarde no es hora punta— y por los duros bancos se reparten gentes del comun: viejos y viejas, adolescentes, madres de adolescentes, y así. Hay que esperar, media hora, una hora, una hora y media, pero merece la pena porque no hace frío ni calor y, a la hora de la verdad, el trato es excelente. La especialista, que usa unas gafas sin montura casi invisibles, se interesa amablemente por la evolución del paciente. La auxiliar, equipada con gruesos anteojos de pasta, se expresa con esa voz aguardentosa que facilita la identificación del personal subalterno. Las piezas parecen encajar. Las últimas dudas respecto a la firmeza del pulso de la falcultativa se evaporan.
Es entonces cuando, entregado a las finas manos de la especialista y al aliento moruno de la enfermera, a usted se le ocurre pensar que de buena gana cambiaría su título de máquina de precisión por el de máquina de sexo. One, two, three, four / Get on up / Stay on the scene / Like sex machine. En la silla multirregulable de la consulta de la amable oftalmóloga y su turbia ayudante, bajo la luz hiriente de los neones, usted recuerda el arte de James Brown y recuerda que de joven quiso ser una máquina de sexo. ¿Hijo, qué quieres ser de mayor? Con trabajo y perseverancia uno consigue todo lo que se propone. Usted recuerda aquel antiguo deseo y recuerda el viejo empeño, y recuerda naturalmente las obstinadas prácticas en largas sesiones solitarias. Y total, ¿para qué?, piensa. Con el nuevo paradigma industrial 4.0 y las impresoras 3D, hoy en día cualquiera puede fabricarse su propia máquina de sexo. Sin salir de casa. Los componentes se compran todos por internet y los traen de China, igual que de China vinieron aquellas niñas que hoy son ya unas mozas y exhiben sobre los asientos de la sala de espera toda la extensión de sus piernas adolescentes, desde el dobladillo de los shorts vaqueros hasta las New Balance. Siguen teniendo los ojos achinados, y es normal. Son chinitas.
Lo cierto es que, con ser el trato de lo más profesional, a usted la consulta de Oftalmología le despierta ciertas dudas desde el mismo momento en que oye a la especialista solicitar a su ayudante una aguja más, más finita. No es cobardía, si acaso falta de información. En rigor, habría que mencionar que usted siempre ha puesto en cuestión el derecho del oftalmólogo que usa gafas a juzgar la salud visual ajena, igual que pone en tela de juicio la legitimidad del filólogo para ejercer el oficio de poeta o la del conductor de autobús para viajar en autobús. Y, sin embargo, es un hecho probado que el ojo puede verse a sí mismo, que la mente puede pensarse y que los chóferes no sólo viajan en autobús sino que además lo hacen gratis. A poco que se busque, las propiedades reflexiva y simétrica se hallan por todas partes, no tanto la transitiva. A título ilustrativo, a usted le consta el caso de Rodrigo R, que siendo ministro de Economía se doctoró con una tesis sobre su propia política económica. Cum laude. Cierto es que corrían buenos tiempos y que RR aprovechó la marea ascendente para echarse novia pero, en fin, esa es otra historia. Quédese con lo de la marea favorable. Relajese. Hágase cuenta de que la aguja es muy muy finita y está usted en manos de profesionales.