Ante las puertas de un nuevo año, acostumbramos a hacer acopio de buenos propósitos que tendrían que ayudarnos a sentirnos mejor dentro de nuestra propia piel. Hay quien decide empezar a ir a un gimnasio para bajar esos kilos de más que ha cogido tras tantos días de celebración y de excesos. Otros se comprometen a dejar de fumar o de beber, a aprender inglés, sacarse el carnet de conducir o a empezar a ahorrar para ese viaje idílico que, año tras año, acaban posponiendo por falta de presupuesto, no ya sólo económico sino también motivacional. Porque soñar en voz alta no requiere esfuerzos, pero pelear para que los sueños se cumplan, a muchos se les acaba antojando toda una odisea.
Tratar de hacer borrón y cuenta nueva no es algo exclusivo de los fines de año. También lo hacemos después de las vacaciones de verano, cuando hemos de reincorporarnos al trabajo o a las clases. No es extraño que los quioscos se inunden de fascículos, novelas y todo tipo de artículos coleccionables en esa época del año. Porque a mucha gente le da por invertir su nuevo tiempo en ese acúmulo de cosas o de información que no tardarán en aburrirla. Porque el tiempo que estrenamos puede parecernos muy nuevo y preñado de oportunidades, pero nosotros somos los mismos pobres diablos del año viejo o de antes de las vacaciones. Algo achispados por el cava o los licores de las largas sobremesas, nos venimos arriba y nos llegamos a creer capaces de poder con todo, pero esa ilusión casi siempre es tan efímera como nuestra resaca. Pasados los primeros días, nos desinflamos como globos y olvidamos nuestra fuerza de voluntad para cambiar tantas cosas y tantos mundos que en sueños nos habría gustado conquistar, pero en la realidad de todos los días no osamos ni imaginar.
Los humanos, a veces, pecamos tanto de insensatos y tenemos que acabar tragándonos tantas palabras que hemos dejado escapar previamente… Nos creemos el ombligo del universo y no somos más que criaturas caprichosas que se dejan manipular por cualquier ilusión que ande de paso, sin darnos cuenta de que caminamos en círculos, haciendo siempre lo mismo, dejándolo todo para mañana y perdiendo siempre ese tiempo que cada año creemos nuevo, pero no es más que una réplica del tiempo que no nos pertenece porque no hemos aprendido a hacerlo nuestro.
Si de verdad fuésemos capaces de coger nuestro propio toro por los cuernos, no nos daría tanto miedo afrontar los problemas que no nos dejan avanzar. Nos plantaríamos frente al espejo y nos sacudiríamos hasta ponernos del revés para liberarnos de todo lo que nos sobra y acabamos arrastrando como un lastre. Para abrir nuevas puertas, primero hemos de aprender a cerrar las antiguas, a curar las heridas que no sangran pero se sienten permanentemente en carne viva, a derramar todas las lágrimas que aún no se han atrevido a llorarse. Hemos de mentalizarnos de que el pasado no se puede cambiar, pero el futuro va a depender de nuestro presente. Si aspiramos a un mañana mejor, a que ese año nuevo nos colme de buena suerte, algo tendremos que hacer con nuestro presente para que se adapte sin problemas a su nuevo estatus. La suerte no se encuentra, se construye diariamente a partir de nuestras actitudes, de nuestra capacidad para empatizar con los demás y de nuestra perseverancia en el empeño de alcanzar los sueños que nos ayudan a mantenernos en pie.
Todos los rituales de la noche de fin de año de las diferentes culturas del planeta no sirven absolutamente para nada si no los acompañamos de nuestra fuerza de voluntad. Las cosas no cambian solas, las heridas no cicatrizan si no dejamos de hurgar en ellas y las ofensas no se perdonan mientras no decidimos que ya no nos dañan.
Hay personas que piensan que, si no se habla de los problemas, éstos dejan de existir. Se pasan la vida tapando y acallando todo lo que no les gusta, pero lejos de desprenderse de ello, lo que hacen es interiorizarlo, incrementando cada año la carga que soportan. Cada mes de enero se atreven a estrenar un nuevo año con el deseo de que les sucedan mejores cosas, pero no cambian su actitud y siguen comportándose del mismo modo que lo hicieron el año anterior y todos los que les precedieron.
Es evidente que estas personas nunca experimentan la sensación de que les sonríe la suerte. Emplean tanto tiempo en enterrar sus problemas, en lamerse las propias heridas y en cultivar sus conflictos con los demás, que no les quedan horas para respirar hondo y, simplemente, tratar de disfrutar del momento que se les está escapando.
Para avanzar en la vida, a veces hay que empezar por aprender a soltar lastre, a desprendernos de todo aquello que nos atenaza. A menudo confundimos ese cometido con la idea de hacer limpieza de armarios, de cajones o de trasteros. Mas, no somos del todo conscientes de que, el lugar donde acumulamos más trastos innecesarios es nuestro propio cerebro.
Nos conviene mucho aprender a airear nuestra mente y a limpiarla de pensamientos e ideas que se nos han quedado obsoletas. El espacio que ocupan nos impide muchas veces que le podamos dar cabida a ideas mucho más productivas y a estrategias mucho más saludables.
¿Nos suena eso de “antes de entrar, dejen salir”?
Nuestra mente es como una habitación. Tiene un aforo limitado y nos iría mucho mejor en la vida si nos reservásemos el derecho de admisión a la hora de decidir qué dejamos entrar en ella y a qué le negamos el acceso.
Hace unos años, Gloria Stephan popularizó una canción para recibir el año nuevo: “Abriendo puertas, cerrando heridas”. Su mensaje resultaba muy acertado, pero aún lo sería más si cambiásemos el orden de las frases y nos atreviésemos a cerrar primero las heridas y después, más ligeros de cargas innecesarias y con el pasado ya asumido, pudiésemos dedicarnos a abrir esas nuevas puertas poniendo en ello los cinco sentidos.
Estrella PisaPsicóloga col. 13749