Revista Opinión

Certezas impuestas

Publicado el 31 marzo 2014 por Jcromero

Si estamos donde estábamos: unidad de la patria, Estado arrodillado a los intereses de la Iglesia católica, ciudadanos olvidados en las cunetas o tratados como criminales por reivindicar derechos y libertades, cabría preguntarse si la transición a la democracia fue tan modélica como nos la cuentan. Si tantos años después el debate sigue marcado por la unidad territorial, la corrupción, el desafecto, la jibarización de derechos o por la proliferación de orates para quienes todo el que discrepa es rojo, terrorista o radical izquierdista. Si estamos obligados a recomponer una democracia corroída por intereses y ambiciones espurios, cabría preguntarse si el tránsito a esta democracia fue tan modélico. 

La muerte de Adolfo Suárez nos trae el bochorno del halago tardío e interesado. Con Suárez muerto y la Transición —¿en los libros de Historia?—, ocurre lo mismo que con el sol: hay días en los que brilla tanto que no podemos ver sus manchas aunque sepamos que las tiene. Muchas de las loas al muerto parecen proclamas para tranquilizar conciencias. La coreografía plañidera ha rayado la náusea. Quienes ahora se suman al espectáculo de la mitificación ya lo podrían haber hecho cuando el personaje vivía y conservaba capacidad suficiente para percibir aprecio y reconocimiento. Una vez muerto, ¿para qué tanto halago? Convertido en mito, lo pasearán a lomos de una ruin Babieca alimentada con granos de oportunismo necrófilo, demagogia y otras malas hiervas.

Adolfo Suárez es, por ahora, el gran héroe que encarna la idealización de la Transición; cuando le toque el turno, lo será Juan Carlos. Suárez y Transición van de la mano; merecen reconocimiento. Pero el mejor tributo no puede consistir en publicar hagiografías, ni en obviar la realidad de un dirigente que se quitó la camisa azul para presidir la transición a esta democracia. La virtud principal de la Transición: facilitar el acceso al sistema democrático e incorporar a quienes procedían del franquismo; una de sus manchas —que algunos convierten en virtud—, actuar como si la dictadura no hubiera ocurrido.

Que no todo se hizo bien parece una evidencia pero, habría que haber estado allí rodeado de militares golpistas y franquistas de la peor calaña. En todo caso, el maquillaje del pasado y la tergiversación interesada parece excesiva tanto en el halago como en el desprecio. Si durante años nos contaron que teníamos un sistema político eficaz, construido desde la reconciliación, hoy sabemos que no es verdad. Si nos cantaron las virtudes de un sistema de partidos compitiendo leal y legalmente, que utilizaban sus recursos con sensatez y decencia, hoy sabemos que no es cierto. Si nos contaron que disponíamos de una democracia que garantizaba derechos y protegía a los ciudadanos, hoy sabemos que es mentira.

Que algo no se hizo bien en la Transición, lo demuestra que hay materias reservadas de las que se desconoce casi todo y víctimas olvidadas, el rancio olor a naftalina que destilan muchas de acciones legislativas actuales o, por ejemplo, los funerales de Estado con sobredosis de obispos y militares. Pero éstas y otras peculiaridades no suponen falta de reconocimiento hacia un dirigente que desbrozó el camino hacia la democracia, ni hacia un periodo que, cargado de incertidumbres, amenazas y renuncias, nos hizo más libres. Reconocer el papel desempeñado por Suárez y la Transición, no implica aceptar una ejemplaridad y perfección que no tuvieron. Manuel Hidalgo escribía hace unos días que el tiempo da sentido a lo vivido pero de igual manera, habría que afirmar que vivir consiste también en ir borrando las certezas impuestas.

Es lunes, escucho a Dave Douglas:

 

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