En un chat del diario Público entre el director y guionista Daniel Monzón y los lectores del periódico, decía aquel: “Ver un screener es como admirar un cuadro a través de una fotocopia”. Estoy totalmente de acuerdo. Por si todavía queda alguien que no sepa lo que es un screener, trato de explicárselo: es el resultado de colocar una cámara entre las butacas de un cine para grabar lo que se proyecta en la pantalla, dando como resultado una visión deficiente, una calidad de imagen bastante pobre, un sonido lejano y de lata, un punto de vista a menudo torcido y una irrupción perpetua de los espectadores de alrededor (toses, risas, cabezas de gente que se levanta a mear, tíos que llegan con palomitas…) Es decir, al final se reproduce lo que uno nota en un cine (pese a que no sea el propósito inicial), pero sin estar en un cine. Más o menos como en ese viejo chiste en el que un hombre se masturba con una mano mientras con la otra sostiene una botella de gaseosa y luego proclama: “Esto es vida: ¡champán y mujeres!” Quien no se conforma es porque no quiere. Hace años vi un par de screeners en casa de un colega de mi tierra y lo recuerdo como una experiencia terrorífica: la cámara estaba torcida, el sonido era pésimo, se recortaban las siluetas de los espectadores que entraban y salían de la sala y, para colmo, faltaban los diez últimos minutos.
Si no han visto ese peliculón que es “La red social”, entonces sáltense este párrafo porque tengo que contar un spoiler como un castillo para que se entienda mejor lo que pretendo decir. Al final de la película, Mark Zuckerberg (interpretado por Jesse Eisenberg) abre su perfil de Facebook y pide amistad a su ex novia. Intuimos que es la única amistad que, de verdad, le importa. Se ha convertido en el multimillonario más joven, ha causado revuelo en la sociedad, tiene miles de “amigos” en la red y se ha inventado una herramienta que cambia nuestras relaciones. Pero le falta algo: el calor verdadero que sólo da una persona; Mark quiere llegar a ella mediante su amistad cibernética. Lo que el espectador nunca sabe es si Zuckerberg conseguirá que su ex le añada. Lo explica Jordi Costa en su crítica: “(…) el forjador de la mayor herramienta social (en realidad, un simulacro de relaciones) condenado al aislamiento y al más profundo aislamiento existencial”. A mí me parece, también, una metáfora de nuestro futuro: seremos celebridades en la red social con pocas relaciones cara a cara.
Con todo lo anterior quiero decir que el mundo está cambiando muy aprisa y que sí, hay ciertas herramientas que nos convienen y nos facilitan la vida e incluso nos ayudan a ahorrar tiempo, que es en definitiva lo que todos buscamos. Pero, a la vez, nos estamos conformando con el mundo digital en perjuicio del mundo real. Veamos unos ejemplos: personas que ya jamás van al cine o al videoclub porque se conforman con ver el screener chapucero en casa; personas que antes felicitaban por teléfono y ahora se conforman con hacerlo por Facebook; personas que prefieren chatear con un amigo a quedar con él en una cafetería; personas que ya no van a las librerías ni a las bibliotecas porque tienen el libro electrónico; personas que no van a conciertos ni compran discos porque están el YouTube y el Spotify. Estamos perdiendo lo auténtico a pasos agigantados. No digo que rechacemos las nuevas tecnologías (a mí me apasionan). Sin embargo, no debemos abusar de ellas y no podemos desterrar la vida real así como así. Porque llegará el día en que no sea necesario salir de casa. Y habremos perdido las relaciones, el tacto de los libros, la pantalla de cine y el viento en la cara.
El Adelanto de Zamora / El Norte de Castilla