Revista Cine
En el diccionario en línea de la RAE hay cuatro definiciones del término charlatán (y su femenino charlatana) que se pueden aplicar como vestido hecho a medida a la pareja de protagonistas de una película que ya ha cumplido los cincuenta años y que, basada en una novela del estadounidense Sinclair Lewis, versa sobre unos personajes que se mueven en los tiempos de la depresión económica deambulando de pueblo en pueblo vendiendo ilusiones a los aldeanos huérfanos de formación espiritual.
La novela escrita por Sinclair Lewis se centra de hecho en un único personaje, que le da título y que describe perfectamente ya en las primeras líneas:
Elmer Gantry was drunk. He was eloquently drunk, lovingly and pugnaciously drunk. He leaned against the bar of the Old Home Sample Room, the most gilded and urbane saloon in Cato, Missouri, and requested the bartender to join him in “The Good Old Summer Time,” the waltz of the day.
Blowing on a glass, polishing it and glancing at Elmer through its flashing rotundity, the bartender remarked that he wasn’t much of a hand at this here singing business. But he smiled. No bartender could have done other than smile on Elmer, so inspired and full of gallantry and hell-raising was he, and so dominating was his beefy grin.
En esta novela, que puede leerse aquí, Sinclair Lewis describe con ironía y crudeza los andares de su protagonista entre las gentes de las variadas iglesias que existían -y siguen existiendo- en el vasto territorio estadounidense donde los predicadores sin apenas conocimientos éticos y teológicos pero sobrados de palabrería hallaban siempre la forma de aligerar los bolsillos de sus feligreses.
La novela de Lewis, como es de suponer, obtuvo toda clase de descalificaciones desde los muchos púlpitos ambulantes y tarimas itinerantes alcanzando dos popularidades bien distintas, según se hubiera leído o no su texto. Como siempre, vaya.
Richard Brooks, conocido cineasta, escritor, guionista y productor, ya había catado las mieles del triunfo en adaptaciones de famosas novelas y tenía el ojo puesto en la pieza de Sinclair Lewis que, por otra parte, tenía como antecedentes cinematográficos dos nominaciones a la mejor película, la primera en 1932 por Arrowsmith, de John Ford, y la segunda en 1937 por Dodsworth, de William Wyler, por sus novelas de iguales títulos.
Ese empeño de Brooks en llevar a la pantalla la historia no puede sorprender atendida su trayectoria, pero desde luego era una aventura arriesgada ya que cuando se llevó a los escenarios de Broadway siquiera llegó a las cincuenta representaciones: meterse a criticar el submundo de las variadas iglesias no era buen negocio a mediados del siglo pasado como tampoco lo es ahora.
Por ello no resulta extraño que se creara una productora ex profeso para llevar adelante el proyecto, con el nombre de la película, como ya ha ocurrido en otros casos: lo que lamento es que no he he podido hallar datos relativos a Elmer Gantry Productions Inc., la que fue productora de la película titulada como era de preveer Elmer Gantry (traducido innecesariamente su título al castellano como El fuego y la palabra) dirigida por Richard Brooks y protagonizada por un eléctrico Burt Lancaster y por Jean Simmons, recién casada con Brooks, con lo que no sería nada raro que ese núcleo fuera el mismo que el de la productora.
Richard Brooks se cuidó también de realizar el guión basándose en la novela de Sinclair Lewis modificándolo en buena parte y otorgando un papel más importante a la predicadora Sharon Falconer interpretada por Simmons.
Recuerdo haber visto esta película en la televisión hace muchos años y quedar impresionado, sobre todo, por la fuerza expresiva que dimana como un torrente de Burt Lancaster -que consiguió el Oscar en una convocatoria muy interesante- y ha sido recientemente cuando, habiendo tenido la oportunidad de repasarla tranquilamente en v.o.s.e., he podido constatar que no tan sólo la baza de Lancaster es apreciable, porque la Simmons está magnífica y además el siempre eficaz co-protagonista Arthur Kennedy está perfecto -como solía- en su caracterización del periodista Jim Lefferts, la voz del raciocinio en toda la trama, el que conecta directamente con el espectador, un mirón aquietado y tranquilo, escéptico y detallista que escribe sobre todo lo que ve.
La dirección de Brooks no tiene nada de especial aunque cuida los detalles y sabe emplazar la cámara dando aire a sus personajes, caracteres por él mismo dibujados más que escritos, con un trazo más grueso que el original, mostrando lo que en definitiva es un circo ambulante de sentimientos personales, un camino hacia la consecución de un palacio, una forma de vida basada en las deficiencias del prójimo que se consuela con palabras gastadas sin ideas que las sustenten, oratorias resonantes sin contenido, multitudes congregadas despersonalizadas y caja que paga los gastos y deja pingües beneficios, lugar en el que medrar plácidamente ese protagonista borrachín, simpaticón y seductor que se pierde por el vuelo de una falda, aunque tenga una buena excusa al tratarse de la falda de una estupenda Shirley Jones que obtuvo merecido reconocimiento a su labor como secundaria.
El guión de Brooks simplifica y rebaja la acidez de la novela de Lewis introduciendo una ambigüedad que no está en el original mucho más sarcástico con todo el mundillo de los predicadores de esas iglesias que aparecen como setas acomodadas a cada territorio convertidas en saco receptor de limosnas con que pagar el whisky. Con un final algo acomodaticio, pasados cincuenta años uno se queda en la sensación que ni Brooks ni el auto proclamado ateo Lancaster se atrevieron a arriesgar sus dineros en afrentar demasiado a ese poder fáctico que, conglomerado, constituye la mayoría silenciosa en un país que sigue siendo demasiado grande (en caminos desiertos y en población) para que lo aquilatemos ajustadamente.
Brooks incide, eso sí, en la necesaria presencia de un pueblo desinformado, poco alfabetizado, inculto, como destinatario de toda esa charlatanería vertida por esos bribones resabiados que saben engatusar a los aldeanos, remarcando como contrapunto el temor de la predicadora a presentarse en una ciudad "civilizada" donde cabe suponer que el público estará más y mejor informado, con el añadido del observador y relator de todas las andanzas, ese periodista que tendrá también su momento de gloria al ejercitar su honestidad por encima de los intereses creados.
Es curioso, y pueden verlo en el tráiler que se publicitó con el reclamo de dinero, sexo y religión como una provocación, pero luego queda a medias. Aunque mirándolo con calma, ya uno quisiera ver el estreno mañana, con el reclamo de primerísimas estrellas, de una película que pusiera en solfa las técnicas de, por ejemplo, la iglesia de la cienciología, nacida, precisamente, poco después del fallecimiento de Sinclair Lewis que, si levantara la cabeza, se quedaría atónito: seguro.
En definitiva, una película que sin resultar de visión obligada ofrece la oportunidad de disfrutar de estupendas interpretaciones al tiempo que el cinéfilo comprueba que, hace ya más de cincuenta años, en el cine se podían ver historias que apuntaban, aunque dulcemente, hacia poderes fácticos que, lamentablemente, se han perpetuado, al no haber cambiado las condiciones requeridas para su existencia.