Autor Colaborador: Marina
Licenciada en Historia del Arte
Universidad Computense
Chéjov y su esposa, la actriz Olga Knípper.
"Deme una mujer que, como la Luna, no aparezca todos los días en mi cielo" (Chèjov)
A lo largo del último año, y tras la concesión del Premio Nobel de Literatura a Alice Munro, se ha dicho sin cesar que Antón Chèjov (1860-1904) es el padre del cuento moderno. Hemos releído "La Estepa" hace ya unas semanas. Algo ha permanecido ahí, en el fondo, dando vueltas, sin ser digerido, produciendo cierta perplejidad y volvemos sobre ello.
En este cuento largo, de unas 150 páginas, se narra el viaje de un niño por la estepa ucraniana alrededor de 1880, para Chèjov el "alma rusa" dependía de la inaudita soledad de la estepa y la va describiendo como si fueran lienzos, uno detrás de otro, que van surgiendo de entre las líneas. Nos asombra reconocer que es lo más parecido a pintar escribiendo.
¿Cuántos pintores, grabadores, ilustradores de cuentos o directores de cine han dibujado o transmitido una tormenta como lo hace este escritor ruso?
"Detrás de las colinas surgió, de manera inesperada, una nube rizada de color ceniza. Intercambió una mirada con la estepa, como si quisiera decirle: "Estoy preparada" y frunció el ceño. De pronto, algo se desgarró en el aire estancado, el viento sopló con todas sus fuerzas y con un silbante estrépito corrió formando remolinos por la estepa. Al instante la hierba y la maleza del año anterior empezaron a murmurar; el polvo sobre el camino avanzó por la estepa y, arrastrando tras de sí la paja, libélulas y plumas, se elevó en forma de tromba negra hasta el cielo oscureciendo el sol. Atravesando la estepa a lo largo y ancho, tropezando y saltando, se desplazaban los cardos; uno de ellos, atrapado por el torbellino, giró como un ave, se elevó hasta el cielo y, tras convertirse allí en un punto negro, desapareció de la vista. Otro lo siguió y luego un tercero; Yegoruska vio cómo dos de ellos chocaban en las alturas azules y se acometían en una suerte de combate singular".
La descripción y el paisaje son los protagonistas absolutos. Por lo demás, nos resulta una lectura lenta, lentísima, en la que no ocurre prácticamente nada.
¿Nada?¿Cuál es pues la razón del impacto que produce en el lector? En un lector actual, nos referimos.
En la época de la inmediatez, del exceso de información pero, sobre todo, en la época de la exigencia de contenidos complejos y vertiginosos. Cuando los guiones de las películas recientemente oscarizadas giran alocadamente hacia el enamoramiento de un hombre por un sistema operativo informático, o nos ahogan en la angustia de un fatídico viaje espacial, ¿qué nos aporta leer cómo inician el vuelo las alas de una avutarda?, ¿Por qué nos sobrecoge la descripción del tiempo que pasa en una mañana en el campo como si "se estirase de manera infinita, como si también él se hubiera detenido y bloqueado"?. Nos admira ver cómo el autor disecciona el declive de la sociedad rusa de finales del siglo XIX a través de los gestos de un viejo pope. "El padre Jristofor no había conocido en toda su vida una preocupación que hubiera podido apretar su alma como una boa".
Encontramos la respuesta a nuestras preguntas estableciendo un paralelismo con lo que nos ocurre con la pintura.
Cuando viajamos con la mirada por la tabla de Jan van Eyck "Hombre con turbante rojo", a través de cada pelo del visón de su cuello o por ese ojo, en el que al final, entre pinceladas diminutas de blanco, descubrimos una gota de sangre ¿No reconocemos algo muy parecido a lo que sentimos con la bofetada mental, con el derechazo plástico, de este otro cuadro que elegimos: "Retrato de un joven pintor", de Lucian Freud?
¿Acaso este viaje, desde la paleta de letras de Chèjov -o incluso, de Thoreau-, hasta al "efecto tornado" que nos producen las novelas, por ejemplo, de David Foster Wallace, no es parecido?
Quizás, y después de todo, simplemente se trate de que todas estas obras surgen de la ejecución de un genio. Todas nos han producido una suerte de punzada en algún registro de nuestro hipotálamo. Y reconocemos que esa punzada es de las que se quedan. De nuevo, sin digerir. Somos depredadores de emociones y reconocemos a las presas.