Revista Cultura y Ocio
Por C.R. Worth
Corría el año 1986 en la tranquila ciudad soviética de Chernóbil, y como muchos de sus conciudadanos Ivanka Semenyuk estaba empleada en la central eléctrica nuclear, en concreto en las oficinas como secretaria. Su apartamento estaba cerca de la central por lo que podía prescindir del autobús y dirigirse andando a su trabajo cuando no hacía demasiado frío.
Esa noche del veintiséis de abril estaba algo inquieta, quizá una premonición, y no podía dormir. Cerca de las una y media de la madrugada se levantó para ir al baño y vaciar la vejiga, así que cuando la explosión del reactor número cuatro ocurrió, estaba sentada en el trono.
Sintió como un temblor de tierra y una honda que la sacudió.
Un par de horas después golpearon la puerta de su casa para decirle que tenía que tomar sus documentos, un par de prendas y abandonar la ciudad porque había riesgo de muerte.
Se enteró de los detalles del accidente por otros evacuados, ya que entre ellos se encontraban trabajadores del reactor. La temperatura del núcleo se había elevado a dos mil grados centígrados, lo que hizo que saltara por los aires el techo de la central dejando escapar a la atmósfera una radiación superior a quinientas bombas como la de Hiroshima.
Ella se trasladó a Kiev, donde tenía familia. Le hicieron muchas pruebas para ver si estaba afectada por la contaminación radiactiva, pero no mostraba muchas diferencias con sus conciudadanos. La amenaza de desarrollar un cáncer estaba siempre patente en su mente, en especial cuando empezó a tener terribles dolores del tipo menstrual, que le hacía pensar que tenía un tumor en los ovarios, o la vagina. Todas las pruebas dieron negativo, pero Ivanka sentía como si todos sus órganos se estuvieran reajustando por dentro.
Con el tiempo su vida volvió a la normalidad, aunque no pudiera regresar a su casa, teniendo que empezar de cero. Pero se sentía distinta, no ya por sobrevivir un accidente nuclear, sino fisiológicamente distinta; y sobre todo estaba monotemática pensando que ya hacía mucho tiempo que no se daba un buen revolcón, sintiendo que su apetito sexual se había multiplicado.
Se consideraba a sí misma una persona normal en esos menesteres, ni mojigata ni excesivamente lasciva, pero últimamente estaba con unas ganas desmesuradas, como un animal en celo. El onanismo no la dejaba satisfecha por lo que decidió que tenía que encontrar compañero para su gratificación sexual.
Era esbelta, de buenas medidas y agraciados rasgos, por lo que no le fue difícil encontrar alguien con quien pasar la noche en la discoteca que visitó. Pero no llegaron al apartamento ni al coche, sino que en un almacén del local ocurrió el «aquí te pillo aquí te mato». Fue en el momento de éxtasis cuando empezó a sentirse más satisfecha, no por el orgasmo o los gritos de él, que tuvo que acallar tapándole la boca y finalmente retorciéndole el cuello, sino porque su «apetito» se satisfizo cuando la dentadura de varias hileras de colmillos que le había crecido en el chichi devoró el pene de su acompañante.
Había cambiado, había mutado, y ahora necesitaba alimentarse de otra manera.